viernes, 14 de marzo de 2008

El anillo de Miranda

Un anillo. Miranda no quiere un nuevo anillo. Quiere que su anillo de siempre sea distinto. Me adentro en la tierra con el anillo vacío de Miranda buscando la piedra que lo corone.

La dueña de la tierra luce como una vieja y confortable madame que se las sabe todas. Habla por un cable a una amiga de Capadocia, ajena al anillo. Aunque me dedica miradas de ternura que yo finjo no ver. Su hija sonríe y mueve el cuello para mí al darse la vuelta y enseñarme más piedras. Agradezco su coquetería pero me une aún más a la piedra que busco.

-Necesito una piedra violeta. Necesito una amatista.
Nadie en la tierra tiene lo que busco. Me ofrecen granates y circonitas. Me deslizan turquesas y jaspes. Mido turmalinas, ágatas y jades. Y no son las que busco.
-Me parece que no tenemos lo que buscas. Es muy difícil. ¿No es mejor hacer otro anillo?
-No. Miranda quiere que lo de siempre sea distinto. Y yo la entiendo.
-¿Regalarás a Miranda un anillo de otro hombre?
-Regalaré a Miranda el anillo de Miranda.

De pronto, un hombre entra en la tierra y habla con su dueña. Es un hombre bajito y pícaro, de ojos azules y sonrisa serena. Ya gasta canas y entradas profundas. Nos cruzamos la mirada mientras sopeso ónices y me sonríe. Es el hombre que arregla anillos, pule obsidianas y e inventa geometrías en los cuarzos. Trabaja para la tierra.

-Mira, no hacemos esto nunca, pero quizás Rafael pueda ayudarte.
-¿Y qué buscas, hombre?
-Una piedra violeta para el anillo de Miranda.
-¿Una amatista?
Se iluminan mis ojos. Me siento un árbol de repente.
-¡Una amatista, claro!
-El anillo es muy hermoso. Miranda tendrá su anillo.
-¿Y cuándo podré tenerlo?
-Yo te llamaré. Ya que la has encontrado no tendrás prisa, ¿no? ¡Qué digo! El amor siempre tiene prisa. Pronto. Yo te llamaré.
Sale Rafael de la tierra. Parece burlón y feliz. Me miran cómplices la dueña de la tierra y su hija. Ésta me venderá antes de marchar dos tornillos de plata por una moneda.
-¿Sólo una?
-Sólo una. Es suficiente.
Guarda la plata en un sobre de oro y me lo entrega.
-Ya tienes el anillo de Miranda.

Sonrío y miro a madre e hija. Doy las gracias. Salgo de la tierra como quien encuentra un tesoro. Recuerdo unas palabras dichas anteanoche:

-Estoy deseando zambullirme en tu alma. Celebrar frente a todos. Quiero lo real. Lo real imaginado.

Y todo se hace violeta de repente.

Miranda y el mar

Hablo de Miranda porque es ella. Es casi mediodía y Miranda conduce con el hilo de la voz uniéndonos mientras cruza la Estepa. Si alguien nos escuchara sentiría a una pequeña orquesta de cámara mezclando chelo y piano en nuestras voces. Viaja Miranda a buscar a sus niñas que no son suyas. Y, mientras, en este estar aparentemente lejos, dos pechos se sienten cada vez más cerca e tanto las distancias en kilómetros se estiran y se alejan.
-Bueno, amor. Que me están pitando y van a multar. Luego te llamo.


Treinta minutos después, Miranda vuelve a llamar.

-¿Estás en casa?
-Sí.
-Coge el disco de Amancio Prada de Leo Ferré. El de Vida de artista. Yo tengo mi copia aquí en el coche y la estoy escuchando.
-Espera, lo busco.
-Está en el montón de la izquierda de los cedés.
-¡Qué memoria visual! Ahí estaba.
-Pon el corte once, cuando vaya a sonar, cortamos el teléfono y lo escuchamos a la vez juntos.
-Ya...

(Y entonces la voz de cristal de Amancio y la guitarra de Josete sustituyen al pipipi del teléfono móvil. Y dice Amancio interpretando a Leo Ferré):

La marea en el corazón
me zarandea como un cisne
me muero en cada canción
de una inocencia al aire libre (...)

Soy el fantasma de luna
que sale en noches de escarcha
para abrazarte en la bruma
y recogerte en su marcha (...)

Se hundió la mar se acabó
la arena bala en la playa
como rebaño infinito...
La mar pastora me llama.


Una hora después, Miranda vuelve a llamar. Digo, holamiamor pero no me contesta. Está hablando con sus niñas que no son suyas. Sólo me ha invitado, invisible, a estar con ellas, a escucharlas y hacerlas reales. Luna, la mayor, canta una canción de broma. Selva, la salvaje india chiquinina, repite el eco de las palabras de su hermana en algunos finales. Yo también la acompaño, entre risas arrobadas, aunque nadie me escucha ni lo sabe. Miranda ríe feliz y desbordada, con esa risa de madreniña que gasta, ante cada paso de baile que no puedo ver pero que estoy viendo. Ríe porque son suyas las niñas que no son suyas y quiere que sean, en este instante, en este sólo momento, mías con ella. Y que mía a su lado sea también esta pertenencia del amor que tiene sin poseer. Esta felicidad por el fruto que crece libre y bello. Este jardín de alegría, tan lejos, tan cerca, tan por teléfono, tan azul envolviendo, tan eso quiero, amor, no sé hasta cuándo, pero en este instante sin dudarlo para siempre.

Y Miranda, aquí, a mi lado cuidando nuestros pasos. Haciéndose visible en lo invisible. Llenando de luz la ciénaga y la distancia. Con su voz cristalina, que es todas las cosas buenas que recuerdo.

El dedo de mi padre

El dedo de mi padre
Se esconde en un cajón y está amarillo.

Yo encuentro el dedo de mi padre
Yo conozco a mi padre porque sé su secreto.
Ahora guardo el cajón y ya no hay dedo.
Mi padre sigue siendo sus secretos.

Ya no puede asombrarte con un truco de magia.

Miranda y la energía

Intensidad. Ésta es la palabra. Alejarse Miranda y caer en un agotamiento repentino, en un recital de calambres, agujetas y entumecimientos donde antes, hasta hace apenas treinta minutos sólo había ligereza, luz azul y energía. Dice que ella lo mismo. La creo. Y no la creo. Pero la siento y la creo.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Alas

-Mamá, ¿puedes darme un masaje aquí en la espalda? Me duele una barbaridad.
-A ver, quítate la camisa, que estás sudada. Hija, vaya, tienes muy inflamada la zona ésta de los omóplatos. ¿Has cogido peso o algo?
-No, mamá. Es que no dejo que me salgan las alas.

domingo, 9 de marzo de 2008

Esto no se para



Yo gano, tú ganas: ganamos los dos.