lunes, 5 de mayo de 2008

La tinta de la vida patética


Debú literario de una joven narradora que combina ironía, tensión narrativa, humor y ternura en el desasosiego contemporáneo


Vida Tinta. María H. Martí. Editorial Almuzara. 188 páginas.

Vayamos por partes. ¿Qué tenemos entre las manos? Un libro de relatos. Bueno, no exactamente relatos. Más bien artefactos breves de estructura narrativa. Piezas contantes. Híbridos del cuento tradicional; mutaciones de fragmentos de conversaciones de messenger; cruces de e-mails; falsos reportajes; monólogos de mujeres desesperadas; diálogos descacharrantes entre amantes de ceja levantada, casi piezas que firmarían guionistas de Paramount o discursos imposibles de mujeres ganadoras del concurso de Vida Patética. Una suerte de muestrario –muy coherente y nada abatibuirrillado– de lo que el magín irónico de una autora hasta ahora desconocida (de la que aventuro que a partir de ahora va a dar que hablar) que responde al nombre real de María Hernández Martí es capaz de transformar en materia narrativa. M.H.M: es una mujer treintañera, sobradamente preparada, que es profesora de Geografía en Lanzarote y documentalista que ha trabajado como periodista en El País y en Diario de Córdoba en los últimos diez años. El nombre del libro: Vida Tinta. La recomendación al lector: compre, lea, ría y vuela a recomendar. No, no es Vladimir Nabokov, ni Marguerite Duras. Ni hay manuscritos con huesos de Leonardo, ni mujeres corriendo con lobos. M.H.M. es una escritora que escribe condenadamente bien y que posee una pasmosa habilidad para retratar lo absurdo y ridículo de los seres humanos. Hábil para mirarse a sí misma o a sus trasuntos con una mezcla de ternura e ironía cáustica que te lleva a amar a sus personajes, como uno debería amar a sus propios defectos. Vida Tinta recoge textos que han ido apareciendo en el blog de la autora e incluye otros inéditos (http://lalupe.blog.com/). Ni que decirles tengo que deben entrar al blog porque disfrutarán de cada línea que allí cuelga el alias de la escritora.

Pues entre estas narraciones breves, estas estampas del Macondo borracho en el que María H. Martí transforma a sus personajes insulares, la canaria es capaz de hacernos un reportaje modélico sobre un restaurante –Arbequinamente– que se ha especializado en cocinar madera de olivo con excelentes resultados; un cruce de correos electrónicos entre una pareja recién separada; las crónicas de un orate canario llamado Francisco Araña; las líricas o comiquísimas descripciones que los estragos del desamor provocan en las personas humanas; las formas de convencerse y reponerse de los intentos de ser aquel que siempre hemos querido ser pero no nos sale ni a tiros; o, en fin, las desventuras de dos periodistas mal pagadas que urden un sin fin de idioteces para zumbarse a un vecino que come melocotones sin camisa e irse sin pagar del cuchitril que le alquila su estúpido casero. Hay ecos evidentes en el estilo de la autora de uno de los maestros del periodismo narrativo mágico, el uruguayo Eduardo Galeano. Pero, sin duda alguna, la voz de Martí es suya, suyísima, y propone una ligereza tan medida y aquilatada al narrar que somos capaces de masticar trozos de vida real entre tanto personaje ridículo. El oído de la autora para captar la melodía de lo absurdo en lo real es una de sus mejores armas. Y ese recurso natural otorga una fluidez a su escritura que ya quisieran para sí tantos popes de la Gran Literatura. Vale, sí que ya sabemos que las editoriales suelen considerar al cuento como un género que aspira a crecer hasta convertirse en novela; como los espectadores de cine creen que el corto es un largometraje con bermudas y sandalias. Pero, al menos para el que reseña, sólo existe un talento que debería ser tenido en cuenta como lectores: la capacidad de contar, de atraparte y de emocionarte. Y en Vida Tinta, donde hay pura vida, por muy surreales y patéticas que nos parezcan las peripecias de los personajes, María H. Martí demuestra que el relato es un género que aún puede transmutarse en miles de formas. Y corrobora que para disfrutar de la lectura y de las historias el tamaño no importa un pimiento.

domingo, 4 de mayo de 2008

La vida oculta de los objetos (desechando lo desechable)

Cajita con espejo y lecho de raso que contiene un perfume nunca usado. Regalada por mi tía bisabuela en el año 1980, pocos años antes de su muerte. En otro lugar contaré esta historia. El perfume original era del año 1900. Le acompaña otro bote de perfume de jaspe y metal que Miranda ha aportado. Curiosa coincidencia: ambos tarros estaban vacíos y les separaban 100 años. Pero en ambos aún queda la misma volátil esencia. ¿Milagro, casualidad? Ah, los objetos guardan secretos extraños. En otro lugar contaremos esta historia. Lugar: encimera de la chimenea.



Mientras Miranda y yo nos debatimos entre qué tirar y qué guardar para afrontar nuestra nueva vida; así que repensamos en cómo darle salida digna y encontrar casas de acogida a tanto objeto acumulado, no ya por nosotros, sino por todos nuestros ancestros, supervivientes de la posguerra incluidos, nos hacen llegar el texto que líneas abajo cutypastearé (en principio atribuido al maestro Eduardo Galeano; investigando, uno que es periodista, averiguo que no, no es suyo sino de un escritor uruguayo que se llama Marciano Durán (http://www.marcianoduran.com.uy/)). Y me lo lee Miranda y escucho atento y luego repetimos "¡eso es!, ¡eso es!". Y añado que si alguien más lo puede leer colgándolo en estas ventanas de androide penando, este blog también es su lugar (luego caigo en la cuenta de que está reproducido con autoría errónea en varios idiomas). Y ella apunta que quiere comenzar a hacer un trabajo con mis cajones, encimeras, bolsas y cajas y huecos todos llenos de objetos, fotografiándolos para exponerlos y revelar quién está detrás y cuál es la vida secreta de esos objetos. Y recuerdo que uno es todo lo que hace y guarda. Uno es todas las cosas que acumuló a lo largo de su vida, por el hecho de acumularlas. Uno se revela en el qué elige y por qué. Uno es su lealtad con los objetos, útiles o no, que ya lo serán. Así que acepto el reto y decido hacerle los honores a algún objeto personal para ilustrar este tremendo texto del Marciano uruguayo. Felicidades, que clavó nuestra desazón, atlántico mediante.


DESECHANDO LO DESECHABLE

Por Marciano Durán

Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.
No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los críos. Los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales). ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables!


Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores. Y nuestras hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar mes a mes su fertilidad.

¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por donde se entra. Lo más probable es que lo de ahora está bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades. ¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez! ¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos! Es que vengo de un tiempo en que las cosas se compraban para toda la vida. ¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas y escupideras de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces. ¡Nos están fastidiando!¡¡Yo los descubrí. ¡¡Lo hacen adrede!!

Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica. ¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike? ¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando somieres casa por casa? ¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista? ¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros? Todo se tira, todo se desecha y mientras tanto producimos más y más basura. El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!¡¡Lo juro!!

¡Y tengo menos de 50 años! Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII). No existía el plástico ni el nylon. La goma solo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en San Juan. Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban. De por ahí vengo yo. Y no es que haya sido mejor. Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el "guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo" pasarse al "compre y tire que ya se viene el modelo nuevo". Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo). Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo. Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y que cosas no.

Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé como no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con que se consiguieron? En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos. ¡¡Como guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡Guardábamos las chapitas de los refrescos!


¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos! Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón. Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Tubitos de plástico sin la tinta, tubitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón. Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.

Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas ¡¡para envolver!! ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne! Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los cuentagotas de los remedios por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posa-mates y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con que intención, y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía "éste es un 4 de bastos". Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo. Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden "matarlos" apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada. Ni a Walt Disney. Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: "Cómase el helado y después tire la copita", nosotros dijimos que sí, pero, ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.


Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. ¡No lo voy a hacer! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable. Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour. Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la bruja me gane de mano y sea yo el entregado. Y yo no me entrego.