martes, 12 de febrero de 2008

Afilaó

Se murió el afilaó de Chinitas el miércoles pasado. Su cuerpo se quedó un rato velado en el tanatorio 20 de San Gabriel. Tenía 78 años, cuatro mil libros sobre Málaga en su biblioteca, un libro suyo con la historia del pasaje donde trabajaba y un archivo de fotografías del que comieron muchos, menos él. Decía el Sur que en su sepelio estaban amigos y familia pero faltaban autoridades. Menos mal: la autoridad de este cabal no era de ilustrísmas. Ahora que la ha diñao Manuel Ocón Dueñas, quién le cuenta a nadie cómo se metió Manuel Torres en el negocio del Café de Chinitas, cuna de los cafés cantantes, que estuvo abierto hasta el 37 ya hecho café Royal y emporio del sicalíptico, a la vuelta del negocio del afilaó. O cómo no podían estar juntos, por cronología, los Paquiro y Frascuelo de la canción lorquiana. No se siente tanto que descanse su cuerpo como su dedicación total con la memoria de esta puñetera ciudad donde los traficantes de identidad hacen tradición rentable con lo que tiene treinta minutos. Tenía el afilaó un comercio minúsculo, llenas de fotos de paisanos ilustres sus paredes. Allí, con la chispa alrededor del cuchillo, Manuel Ocón Dueñas te afilaba la memoria. Hacía tres años que había dejado el negocio en manos de su hijo, pero alguna vez venía paseando desde su barrio arrastrando las babuchas. Era de la Trinidad, el barrio que recuerda Rogelio López Cuenca en la exposición "Disdencias" como cuna de cautivos, presos, rojos y pobres, que mira que hace siglos que los que mandan están deseando machacar y casi lo han conseguido. Conmovía la vocación de un hombre que siempre quiso ser maestro y que tuvo que buscarse la vida desde los 16 años afilando acero. Le dabas la tijera mellá y salía un sabio debajo de la bata azul y las gafas de culo de vaso, refrescándote gratis tu propia historia. Hace casi medio año, en ese pasaje de Chinitas suyo en forma de cruz, que es como un mapa en chico de la ciudad y que siempre supo guardar equilibrio entre lumpen, bodega, oficio, turista, tipismo y costo, tiraron La Campana, una bodega que ahora enseña sus tripas de escombro sin que nadie dé sepultura al millón de fantasmas moscateles que allí juraron amor, soledad o pendencia. La plaza del Pasaje quebró su círculo y entonces nos dimos cuenta que se iba don Manuel. Lo malo es saber lo que hacemos ahora con su herencia. Guardar la memoria colectiva es todo un sacrificio. Regalarla es heroico.

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