lunes, 14 de abril de 2008

Por la lectura y contra los cánones

Una amiga, Isabel Guerrero, me hace llegar este manifiesto de José Luis Sampedro donde se asombra de la razón por la que la SGAE pretende ahora cobrar un canon a las bibliotecas por préstamo de libros. No hace falta añadir mucho. Con Sampedro yo me callo.


POR LA LECTURA


Cuando yo era un muchacho, en la España de 1931, vivía en Aranjuez un Maestro Nacional llamado D. Justo G. Escudero Lezamit. A punto de jubilarse, acudía a la escuela incluso los sábados por la mañana aunque no tenía clases porque allí, en un despachito que le habían cedido, atendía su biblioteca circulante. Era suya porque la había creado él solo, con libros donados por amigos, instituciones y padres de alumnos. Sus 'clientes' éramos jóvenes y adultos, hombres y mujeres a quienes sólo cobraba cincuenta céntimos al mes por prestar a cada cual un libro a la semana. Allí descubrí a Dickens y a Baroja, leí a Salgari y a Karl May.


Muchos años después hice una visita a una bibliotequita de un pueblo madrileño. No parecía haber sido muy frecuentada, pero se había hecho cargo recientemente una joven titulada quien había ideado crear un rincón exclusivo para los niños con un trozo de moqueta para sentarlos. Al principio las madres acogieron la idea con simpatía porque les servía de guardería. Tras recoger a sus hijos en el colegio los dejaban allí un rato mientras terminaban de hacer sus compras, pero cuando regresaban a por ellos, no era raro que los niños, intrigados por el final, pidieran quedarse un ratito más hasta terminar el cuento que estaban leyendo. Durante la espera, las madres curioseaban, cogían algún libro, lo hojeaban y a veces también ellas quedaban prendadas. Tiempo después me enteré de que la experiencia había dado sus frutos: algunas lectoras eran mujeres que nunca habían leído antes de que una simple moqueta en manos de una joven bibliotecaria les descubriera otros mundos.


Y aún más años después descubrí otro prodigio en un gran hospital de Valencia. La biblioteca de atención al paciente, con la que mitigan las largas esperas y angustias tanto de familiares como de los propios enfermos, fue creada por iniciativa y voluntarismo de una empleada. Con un carrito del supermercado cargado de libros donados, paseándose por las distintas plantas, con largas peregrinaciones y luchas con la administración intentando convencer a burócratas y médicos no siempre abiertos a otras consideraciones, de que el conocimiento y el placer que proporciona la lectura puede contribuir a la curación, al cabo de los años ha logrado dotar al hospital y sus usuarios de una biblioteca con un servicio de préstamos y unas actividades que le han valido, además del prestigio y admiración de cuantos hemos pasado por ahí, un premio del gremio de libreros en reconocimiento a su labor en favor del libro.


Evoco ahora estos tres de entre los muchos ejemplos de tesón bibliotecario, al enterarme de que resurge la amenaza del préstamo de pago. Se pretende obligar a las bibliotecas a pagar 20 céntimos por cada libro prestado en concepto de canon para resarcir -eso dicen- a los autores del desgaste del préstamo.


Me quedo confuso y no entiendo nada. En la vida corriente el que paga una suma es porque:
a) obtiene algo a cambio.
b) es objeto de una sanción.


Y yo me pregunto: ¿qué obtiene una biblioteca pública, una vez pagada la adquisición del libro para prestarlo? ¿O es que debe ser multada por cumplir con su misión, que es precisamente ésa, la de prestar libros y fomentar la lectura?


Por otro lado, ¿qué se les desgasta a los autores en la operación? ¿acaso dejaron de cobrar por el libro? ¿se les leerá menos por ser lecturas prestadas? ¿venderán menos o les servirá de publicidad el préstamo como cuando una fábrica regala muestras de sus productos? Pero, sobre todo: ¿se quiere fomentar la lectura? ¿Europa prefiere autores más ricos pero menos leídos?
No entiendo a esa Europa mercantil. Personalmente prefiero que me lean y soy yo quien se siente deudor con la labor bibliotecaria en la difusión de mi obra. Sépanlo quienes, sin preguntarme, pretenden defender mis intereses de autor cargándose a las bibliotecas. He firmado en contra de esa medida en diferentes ocasiones y me uno nuevamente a la campaña.
¡NO AL PRÉSTAMO DE PAGO EN BIBLIOTECAS!

José Luis Sampedro

escritor y filósofo
(Si estas de acuerdo, pásalo).

domingo, 13 de abril de 2008

Conozco a Miranda

Conocí a Miranda en una fiesta en casa de mi mejor amiga. Yo entonces era afán de sirena y había encontrado en una aquella brújula que perdí de niño en los ojos de Medusa. Era primavera para todos y hombres y mujeres reían en la terraza. Bebían líquidos espumosos y de colores. Fumaban plantas viejas que hacen reír. Podían reír sin ellas, pero era tarde de sirenas, brújulas locas y primavera. Mi amiga Silene miraba a su hombre con la distancia de quien recibe más heridas de las que necesita. Silene es delicada y tierna, estricta consigo y busca una perla que no sabe si perdió algún día. Silene tiene el poder del sabor y la delicadeza. De un vegetal moribundo, de unos granos de sal y unos cuencos de agua Silene construye naves que alimentan al corazón y a la memoria del paladar. Ese día, Silene lloraba sin notarse y nosotros, sus amigos, la consolábamos sin hacer ruido.

Llamaron a la puerta. Y salí a abrir. Medusa estaba descalza sentada en un sofá, con su voz de tiniebla seductora, con sus ojos de haber perdido un niño en un pantano.
Aparecieron tres mujeres detrás del timbre. Conocía a una de ellas. Ella no quería reconocerme. Las otras dos se movían como dos ninfas sensuales. Unos vestidos simples moldeaban sus cuerpos. Se parecían ambas. Entraron detrás de la mujer que conocía que ni me saludó. Reían demasiado, atropelladamente y juntas las dos mujeres sensuales. La risa de una de ellas me hizo sonreír, pero la voz de campana antigua de Medusa me hizo volver la cara.
-Tráeme una copa, cariño.
Me dirigí a la cocina a prepararle sus pócimas a Medusa. De esa manera podía dosificarle las cantidades. Yo era entonces afán de sirena y brújula encontrada, ya recuerdan. Así que dejé que la risa que acababa de entrar se perdiera en la terraza, donde reinaba el hombre de Silene. En la terraza sonaban carcajadas como en coches de choque. En el comedor, reíamos suave, al compás de esa tristeza de Silene que no se notaba. Sólo se notaba el estruendo seductor de Medusa y sus arcanos como una invocación al temblor.

Mientras Medusa leía las runas a Silene y ésta quería creer y encontrar bálsamo a su tristeza invisible, decidí entrar en la terraza. Volví a encontrarme con esas dos mujeres parecidas, que reían sin parar y enseñaban los dientes cada vez que lo hacían, ya un poco más libres ambas de la tercera mujer que no me saludaba.
-Hola, ¿alguien me presenta?
Así le dije a otro amigo común, Ramiro, antiguo compañero de crónicas escritas. Ramiro es desgarbado, casi una caricatura. Sabe convertirse en un dibujo animado para observar a la gente cuando no saben que nadie les mira. Tiene un zurrón donde guarda chistes que lanza a las conversaciones como un payaso lanza confeti en las fiestas infantiles.
-Aquí Ariel, escritor y periodista. Ella es Sara y ella…
-Miranda.
-Hola, encantado.
-Miranda es fotógrafa.

Miranda me miró por primera vez. Sin mirarme siquiera. Pero en ese pequeño fogonazo de sonrisa entre maléfica e infantil vi tres cosas en ella: sus ojos de gata, su voz Amadeus y una extraña energía que volaba a su alrededor invitándote a no separar la mano.
Miranda se dio la vuelta y siguió riendo con la chica tan parecida a ella. Eran hermanas, apuntó Ramiro antes de lanzar confetti. Apareció la mujer que no quería reconocerme y me dio la espalda. Disimulando, seguí hablando con la terraza antes de volver al redil de Medusa y Silene.

Me tiré toda la noche lanzando miradas a la terraza. Si Miranda entraba en nuestra guarida yo volvía la cabeza hacia Medusa. Medusa, con todo su poder para captar atracciones invisibles, no reparó en Miranda. Yo opté por no encender su alma de Medea. Unas horas después, Medusa y yo estábamos compartiendo saliva y manos. No recuerdo si recordé a Miranda el resto de la noche. No es importante. Ella ya había dejado su primer grano de trigo sin saberlo.