sábado, 9 de mayo de 2009

Historias en el fin del mundo


Hace apenas una hora (sábado; 17.30 horas; en casa, con Miranda) que acabé de ver, de gozar la experiencia de sumergirme dentro de un documental de Werner Herzog ( http://es.wikipedia.org/wiki/Werner_Herzog) sobre el fin del mundo. Lo había encontrado y bajado a través de esta excelente página (http://documentalesatonline.blogspot.com/) donde se linquean una gran cantidad de documentales -a veces para ver onlain, a veces para descargarse de la mula, otras a través del gestor de descargas Megaupload- grabados de televisiones o compartidos por otras personas. Muy recomendable para ir agudizando el paladar y dejar de ver lo que no merece la pena. Hay para entretenerse muchas horas. La película, rodada en el año 2006 en la Antártida, respone al título de Encuentros en el fin del mundo. Está doblada, pero se escuchan las voces de los personajes, así que se puede ver sin cometer herejía o que se te inflamen las glándulas receptoras de voces impostoras. Es una suerte de poema, diario de viaje, notas con cámara, del cineasta alemán durante su estancia en un asentamiento en la Antártida en la base de McMunro. Lugar ignoto, el templo donde se encuentra el polo sur geofísico, al que acudió convocado por las imágenes filmadas que un amigo submarinista que allá trabajaba le había enviado con sus asombrosas inmersiones en el mundo subacuático que hay bajo un mar de hielo.



Si como cineasta es indiscutible cuando aborda la ficción, como documentalista Herzog ha realizado algunos de los documentales que, al menos entre los que he visto a lo largo de mi vida, podría calificar fácilmente como piezas maestras. Maestras porque están lanzadas desde el conocimiento de un hombre sabio y singular. Cínico a veces. Poeta tantas. Negrísimo otras. Pero dotado de un alma única para detectar lo verdaderamente humano que descansa en lo aparentemente fuera de lo común. Para celebrar la humanidad en los límites de ser y estar. Y, al cabo es un hombre sabio dotado de una capacidad narrativa trasversal y derivante, flaneuresca y erudita, con la que mi manera de ver se siente cercana, aspirante y gratificada. Cito como ejemplos a Grizzly man, Enemigo íntimo o Todos los enanos empezaron pequeños, todas ellas editadas en DVD, y, sobre todo, o también, a ésta auténtica maravilla poética, fantástica, visual, narrativa e intelectualmente hablando.


Foto de promoción de Grizzly Man con Herzog
Klaus Kinsky y Herzog en una escena de Enemigo íntimo

Encounters in the end of the world. Un hombre, Herzog, recibe unas imágenes de un submarinista nadando bajo un mar de hielo. La luz a través de las paredes de hielo y las burbujas ascendentes son sobrecogedoras. Resulta el anzuelo de un amigo para invitarle a mirar allá, en el lugar que dejó de ser inhabitado por el hombre tras las incursiones de Admundsen, Shackelton o Scott. Herzog, siempre tan al límite de las cosas, siempre tan inteligentemente excéntrico avisa que no va a filmar pingüinos así como así -lo acabará haciendo, pero sólo porque descubre un rastro de humanidad, o de parangón poético, en un pingüino que se desvía de la manada y se marcha solo a una empresa de la que nunca regresará vivo-, que las preguntas que le asaltan no son las habituales. Que no va a hacer un reportaje para el National Geographic sobre el calentamiento global.

Herzog

Lo que Herzog se encuentra en su viaje es una especie de isla de Nunca Jamás donde van a parar los viajeros que gustan de salir de los márgenes de los mapas. Un lugar lleno de científicos, aventureros, personajes tan sólo encadenados a su propio camino a ninguna parte o a encontrar nuevas evidencias para ampliar nuestros conocimientos científicos. Y lo va contando como un poeta que se va implicando. Encuentra tanto los inenarrables y sobrecogedores sonidos que hacen al bucear bajo el hielo las Focas de Walden (las ballenas les parecerán aprendices al lado de estas focas), los conductos místicos de las fumarolas o los telones de lava del volcán Érebo como la colección de personajes más singulares que uno imaginarse pueda: un lingüista que cuida plantas en invernadero en un lugar donde no hay ninguna lengua que estudiar: plantas en vez de dialectos; un filósofo que cita a Alan Watts con pasión exacta, y que ha viajado por todo el mundo; un biólogo submarino que sabe que ha llegado la hora de su relevo generacional y prepara un concierto en la nieve con su guitarra eléctrica mientras sigue animando a su equipo con viejas películas de ciencia-ficción de los años 50; una aventurera que ha escapado de la muerte en varias ocasiones y que entretiene a sus colegas de base encerrándose en una bolsa de deportes; un zoólogo que acaba de descubrir nuevas y sofisticadas formas de vida a medio camino entre el reino mineral y animal; un mexicano de ascendencia apache que muestra con orgullo sus manos descendientes -así le contaron- de reyes aztecas; un ruso de pasado inexpugnable y doloroso que cada día hace su mochila para viajar en cualquier momento; un vulcanólogo que se viste como los viejos exploradores de princiopios del siglo XX; un físico hawaiano que quiere fotografiar los invisibles neutrinos a los que explica como espíritus o fantasmas: están ahí, podemos medirlos, pero no verlos porque están en otro lugar o dimensión; o el esturión congelado que se guarda en los túneles subterráneos de la base americana que cubre el punto exacto donde se encuentra el polo Sur. Ese esturión que comparte altar con una lata y una pequeña instalación, un altar de palomitas de maíz heladas que guarda postales con poemas y flores como una cueva en miniatura, arqueología futura y enigmática que, profetiza o elucubra Herzog, si algún día llegaran civilizaciones del espacio a rastrear nuestros vestigios les supondría un reto entender qué significaban.




El viaje de Herzog es nuestro viaje. El hielo permite que las cosas tengan otra dimensión. Nada te distrae. Los personajes hablan del silencio ante la cámara y de los ruidos que guarda el hielo bajo sí que escuchan con la oreja pegada como indios navajos. Pero la blancura del entorno acompañada de momentos musicales sublimes es suficiente para hacerte ver las cosas de otra manera. Hasta la suma belleza de los paisajes inexplorados se planta serena y sobrecogedora ante ti como una revelación y una evidencia. Se dice -lo dicen los científicos, O Herzog resumiéndolos- que el hombre no sobrevivirá a las consecuencias de su impacto en el planeta. No hace falta que lo juren. Eso ya lo sabíamos. Pero la evidencia de estar en el lugar del límite para entenderlo, un lugar que puede que un día desaparezca, pero que hoy parece un puerto perdido y borgiano y atemporal, casi simbólico, de sabios y poetas, de locos y visionarios, te sobrecoge y piensas lo necesarias que siguen siendo las uniones de ciencia y poesía. De mirar sin saber y de seguir buscando no se sabe qué. Son la misma mirada. Una mirada que te parece extrañamente universal, esencial, precognitiva, camino obligado si quieres entender qué mierda haces en todo esto. Cuál es de verdad nuestro lugar en el mundo. Cómo es que esos hombres hablan y miran en nombre de todos, aunque no nos demos cuenta. Por qué somos como ese pingüino que se lanza a una aventura de la que nunca regresarán. Ese hombrecillo blanquinegro que camina patizambo, perdido como los personajes unidos con una cuerda y papeleras de plástico pintadas con caricaturas cubriéndoles la cabeza que al principio del documental reciben entrenamiento por si la ventisca te sumiera en la neblina helada absoluta. ¿Qué querrá encontrar ese pingüino que se suelta de la cuerda de su manada y sale de su isla helada para viajar a su propia Antártida? ¿Está realmente perdido o es la manada la que aún no ha escuchado la auténtica brújula interior? ¿Se habrá dado cuenta, como cita el filósofo exiliado en las lindes del último sur, de que el universo mira a través de nuestros ojos, oye a través de nuestros oídos, tan sólo para tomar conciencia de sí mismo?