viernes, 4 de abril de 2008

Tres días sin Miranda

Sin Miranda en tres días de horizonte, antes de sucumbir y sin parar de sentirla, releo en la memoria de silicio la crónica de los primeros encuentros con ella. Tiempos donde ella no era más que una inicial, un secreto apenas compartido, un noselodigasanadiesimequieres. Vuelve a desesperezarse aquel tiempo de buscarla, de buscarme. Las señales. Los mensajes encriptados. Las playas abandonadas. Las ruinas. Los aguaceros. La clandestinidad. Las confesiones. Las cáscaras de mandarina. El olor de la especia. La saliva y su boca grande y fresca, sonriendo. Su espalda desnuda y su piel. Su voz de armonio. Su risa y sus ojos de gata. Sus ausencias y apariciones de madrugada. Las llaves de mi casa que le di al segundo día de conocerla. Las manos nuestras, que daban calor de planeta naciendo y sanaban. Sus cuadernos. Sus amores. Los míos. Los hilos enredados. La determinación, la resolución, las dudas, el dolor, el arrebato, la decisión, el color violeta, el palimpsesto en la arena de la playa, la confesión, la pérdida, el miedo y el silencio, el valor. La ruptura de la maldición, la confianza, sus camisas en mi armario, sus caricias en mi almario, el bote de pintura blanca con el que cegó huellas antiguas sobre mi cama... La entrega, la energía haciendo signos de infinito de un pecho a otro, su belleza sin remisión, su mirada enamorada, los rostros de ambos, como espejos multiplicándose, la necesidad de construir, el viaje a la luz, la música de Alasdair Fraser y Natalie Haas para desayunarse, el buenos días, amor, su risa iluminada, su ahora me siento libre, el compromiso, el matrimonio del cielo y del infierno.

Ahora, la ausencia duele y gusta. Es echar de menos compartido. Dos drogadictos conscientes de su adicción, manteniéndola a raya, sabiendo que no tendrán opio para el fin de semana. Dos amantes pidiéndose garantías, atándose al palo mayor de las promesas. Alimentando y encadenando al animal de los celos.

Busco entre los antiguos correos que mandaba a diario a una amiga que sueña en verso, palabras ajenas que le mandé hace meses, cuando Miranda empezaba a convertirse en una presencia que lo iba arrasando, dulcemente, todo. De ese relato diario, ahora tan precioso, dos poemas. El primero es de Yannis Ritsos. El segundo de Raymond Carver. Ambos poetas son imprescindibles.


Debajo del olvido

Lo único concreto que quedó de él, fue su chaqueta.
La colgaron allí, en el gran armario. Fue olvidada,
apretada en el fondo por nuestras ropas, de verano, de invierno,
cada año, nuevas para nuestras necesidades.
Hasta que un día
nos llamó la atención, puede que por su extraño
color,
puede que por el corte pasado de moda. Encima
de sus botones,
quedaban tres paisajes circulares de forma parecida:
el muro de la ejecución con cuatro agujeros, y
en torno, nuestro remordimiento.



ÚLTIMO FRAGMENTO

¿Y conseguiste lo que querías de esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado,
sentirme amado en la tierra.

martes, 1 de abril de 2008

Cuentos

Por las noches, cuando nos acurrucamos, cerca el uno del otro gracias a la piel o a los hilos de cobre, Miranda y yo nos contamos cuentos. Nos gusta que nos cuenten cuentos y leerlos. Nos gusta cómo suenan nuestras voces y parece que los hemos escrito nosotros.
Un día Miranda es Italo Calvino. Otro día es el hombre de la máquina del tiempo. Otro día soy yo un viejo poeta griego. O un escritor uruguayo que cuenta los abrazos. Hasta nosotros mismos hemos sido. Y anónimos también fuimos una noche que nos gustó no tener nombre siquiera.

No vamos a mentir. Ni Miranda ni yo nos hemos entregado a otros seres por primera vez. Hemos amado y nos han amado. Y se nota. Pero ahora, y como suele suceder y así dicen los cuentos, sentimos que todo es distinto y tienen las cosas un brillo especial. Y son bellas y distintas nuestras voces como nunca han sido. Y son en verdad distintas y bellas, porque es la primera vez que Miranda y yo nos encontramos. Es la primera vez que Miranda y yo nos contamos cuentos cada noche.

-Un hombre que me amó mucho me decía con cierta sorna y reproche que yo lo que buscaba era alguien que me contara cuentos. Y ahora que lo he encontrado pienso que tenía razón.


Miranda, lo dice y sonríe. Y se acurruca a mi lado aunque esté a 50 kilómetros, aunque esté colmándome la piel. Entonces yo empiezo a contar cuentos. Y siento que están hechos para Miranda. Y voy leyendo, despacito y grave, historias de luciérnagas que se ganaban la vida como luces de semáforo en reinos sin electricidad. O historias de niñas que pintaban sus faldas en el colegio con poemas en rotulador rojo. O versos de mujeres que odian la mentira. O sentencias de hombres que coronaron el himalaya de su alma desnuda. Y escucho a Miranda suspirar profundo mientras se sumerge en el sueño. Y le digo entonces en susurros antes de decirle adios lo mucho que la quiero y le pinto el colorín del colorado, y del malva y de los pocos colores que me sé de verdad.

Y así, cuando la oigo dormir, cierro sus ojos en las tapas del libro y leo nuestros nombres firmar todas las historias. Siempre es el mismo libro: Cuentos para Miranda, la mujer que sabe contar y escuchar.