martes, 23 de septiembre de 2008

Escorpiones







Esta noche he soñado con un escorpión. Pasaban muchas cosas durante el sueño, pero se me han quedado grabadas las imágenes del pequeño y hermoso escorpión negro y amarillo. Mi madre, que era de ese signo zodiacal, y no le gustaban los insectos, me aconsejaba en el sueño cómo no tenerle miedo. Mamá murió hace seis años ya. Cuando la veo en sueños suele ser un buen augurio. En el sueño, el escorpión, que al principio parecía amenazante, fue, poco a poco, transformándose en un respetable y pequeño animalito. Cada vez que aparecía me parecía más cercano. Tengo grabadas esas imágenes del escorpión andando sobre un cartón que estaba a su vez cubierto por un papel de seda rojo. Era fascinante ver su silueta bajo el papel de seda. Recuerdo que llegó a romper el papel y se escapó. Al final del sueño apareció de nuevo en el suelo. Más grande que al principio. Ya no le tenía miedo, sólo respeto. ¿Un aviso de algo? Quizá.


De niño coleccionaba insectos -bueno, coleccionaba casi de todo lo que caía en mis manos o se escondía en lugares ocultos- y siempre andaba con tarros de bichos llenos de perfume caducado de la perfumería de mis abuelos sobre la que vivía. Era una manera barata y bastante peculiar de sustituir el formol que mis padres no me dejaban comprar o de no gastar el alcohol del botiquín en disecar bichos. Los insectos siempre me han atraído de la misma manera que me daban miedo. Hay que respetar a estos seres diminutos y acorazados, voladores o subterráneos que llevan viviendo en el planeta mucho antes que nosotros. Coleccionar insectos es una manera simbólica de hacerse cazador sin tener que empuñar rifles. Un tarro de cristal, una buena jeringa, formol o sus sustitutivos, y unas cajas con fondo de porexpan son una forma barata de mostrar el resultado de tus microsafaris sin exterminar a especies protegidas, aunque, claro está, había que matar.


Aunque mis preferidos siempre han sido los coleópteros, lo cierto es que éstos siempre me resultaron amigables. No así las arañas, las escolopendras y los escorpiones -menos aún los himenópteros y los dípteros, esto es abejas, avispas, moscas y mosquitos y todos sus primos- cuya presencia venenosa y a veces mortal me hacían temblar ante la posibilidad de encontrarme cada vez que levantaba una piedra con uno de estos depredadores fabulosos. Yo le tenía miedo a estos seres tan antediluvianos y rapidísimos.



Dicen los sabios que la única manera de intentar ser feliz, de crecer, es ir superando tus miedos, colocándolos en la justa medida de su razón. Aunque cagón de niño, siempre me enfrenté con variadas estrategias a la parálisis que te provocaban. Temblando y con el corazón latiendo sin descanso me fui enfrentando uno a uno a los terribles bichitos y los fui incrporando a mis cajas de trofeos disecados.




Tenía una caja especial donde guardaba a los venenosos, mis minúsculos tigres de Bengala, mis diminutos rinocerontes blancos. Era una caja de pañuelos también reciclada de las basuras de la perfumería de mi abuela. Charín, se llamaban mi abuela y la perfumería. Hoy, ninguna de las dos existe. Pues bien, en aquella caja de pañuelos con tapa de plástico transparente lucían orgullosamente mis mejores ejemplares. No sólo por lo peligrosos y hermosos, sino por la historia de cacería que cada cual encerraba: la escolopendra que me sacó virutillas finas de la uña intentando clavarme sus aguijones traseros mientras yo le hundía la inyección letal; el escarabajo gigantesco cuyo vientre hacía ruidos como las chicharras y yo interpretaba como gritos semihumanos, aquel avispón que atrapé en el aire con el tarro de cristal cuando se dirigía amenazadoramente a mi rostro; la tarántula que le picó a Lorente Ventura y le dio una enorme fiebre; aquella araña blanca, de vientre casi cerúleo que jamás había visto... Y el escorpión pardo que cogí cerca del Monte Coronado y que me resultó tan fácil de cazar que me inventé la historia de que estuvo a punto de clavarme el aguijón. No era de recibo que el gran predador, el mayor trofeo de la colección se hubiese entregado tan mansamente.


Desde muy niño fui para mi familia tan agotador como celebrado. Según mamá, "siempre estaba inventando", una expresión que decía entre resignada y lamentosa, como quien pensaba que estaba muy bien que le hubiera salido listo y curioso, pero por qué no paraba quieto o me decidía sólo por los sellos, como los niños aplicados, o mantenía un orden cartesiano entre mis cosas, en vez de aquella pulsión de crear montones, zulos o "níos" en cada rinconcillo. Hay que reconocerlo, porque mucho no he cambiado: soy un poco Diógenes y acumulo más cosas de las que necesito o sé darles salida. la edad sólo ha templado las ansias y ha permitido interiorizar a mi propia madre pidiendo al cielo que el el niño se calmara un poco.



Lo cierto es que yo jamás vi a mi madre tan cabreada como cuando estuvo a punto de darle un infarto por culpa de mi caja favorita, la del escorpión, el abejorro, la mantis, la escolopendra, la tarántula y demás terribles animalitos. Un día, al llegar del colegio al mediodía -hablo de 10 años- vi que mi caja había desaparecido de encima del mueble-cama donde dormía. Entre preocupado e indignado, inquirí a mi madre, que no tardó ni medio segundo en meterme mi indignación en los morros: mi colección era desde esa mañana y ya para siempre, pasto de basureros, lamierdaelniñocoñoquemeibasamatarmalaspuñalasteden.




-¿Tienes idea del bote que he pegado cuando levantado el pijama y he visto debajo ese pedazo de escorpión?

-Pero si están disecados. ¿Tú sabes lo que me ha costado conseguirlos?

-¡Me importa un pepino, niño! Eso, si cuidaras mejor tus cosas y las guardaras siempre en su sitio (1) no habría pasado. Y no quiero seguir discutiendo. Y como entre una mierdabisho más en esta casa, se encarga tu padre. Te quedas con las mariposas y punto. Será joío el niño...

Asunto zanjado. Mi madre, realmente era un chollo, y este episodio fue una raya en el agua. Pero la ira de mi padre era mucho peor que las temidas picaduras simultáneas de escolopendra y alacrán. Él primero gritaba, inmediatamente pegaba y luego preguntaba si había algún problema metiéndote la cara amenazante en la tuya. Mascullaría yo algo, seguro, que callarme a mí es cosa difícil, y me iría al patinillo a llorar con rabia por el alacrán perdido. Mi rebeldía innata me llevó a domesticar a una lagartija sin título y un escarabajo -al que llamé little beatle en un alarde políglota- que me duraron vivos cerca de un mes, hasta que el padre Mayo me los quitó y arrojó lejos de mi alcance el día de la foto para la revista del colegio. El buen padre agustino que solía ser afable y bastante lamioso, no vio procedente que yo posara con las manos abiertas y una mascota en cada mano, mostrando orgulloso al mundo que lo mío con los bichos era una vocación muy profunda. ¿No enseñó Jesucristo las llagas de sus manos en escorzo similar al mío? ¿No eran bichos éstos, tan bíblicos como Moisés, que estuvieron en el Arca? ¿No son todas las criaturas del señor? ¿No era el propio padre Mayo, que daba Ciencias, principal impulsor de nuestra dormida vocación naturalista? ¿Por qué esa saña para con Little Beatle y la lagartija? ¿No sería mejor que su mano izquierda supiera un poco lo que hacía la derecha, para variar? Ay, tantas preguntas sin respuesta ahogándome el pecho...

Mi cara amargada en la foto de 5º, justo después de que me tiraran los bichos es la prueba número 1 de esta declaración. Ya nunca nada volvió a ser lo mismo y, poco a poco, fui dejando la afición entomológica por el deporte olímpico y las carreras de chapas, para las que llegué a construir un circuito de madera. Pero eso es otra historia.



Esta noche, al reencontrarme en sueños con mamá y un escorpión, he vuelto a recordar todo aquello. Al despertar Miranda, le dije:
-He soñado con un escorpión.
-¿Sabes qué significa?
-No. Sé cómo me siento. No tengo miedo.
Más tarde he buscado en mis libros y en internet. Soñar con escorpiones... Casi todos lo asocian a traiciones. Alguien te ha traicionado o va a hacerlo. Miedo a ser traicionado. Cualquiera sabe. Lo cierto es que a mí me ha dejado muy tranquilo.



(1): Sobre su sitio, y la localización exacta de este lugar arquetípico sería menester un ciclo entero de posts sobre la diferencia de percepciones entre padres y vástagos. No me atrevo a hablar de género, vaya, vayamos a pollas o miembras. Valga, cuando menos, este pequeño axioma. Su sitio, para mamá es siempre allá donde no se vea lo que tanto te gusta. En cambio, para tí, susitio -démosle ya categoría sustantiva- es el lugar más cercano a tu masa corporal. Si el sujeto infantil es de extrema movilidad, susitio se desplaza Es, pues, lógico el confilcto. No hay como acabar siendo padre para ampliar la perspectiva. ¿Y los insectos? Bueno, saco pecho cada vez que aparece una cucaracha y las chicas gritan. Entonces saco de mí al cazador que habita en mi interior. Ellas, lo juro, tras las convulsiones y la sinfonía gutural, te miran arrobadas. "¿Pero cómo puedes ser tan valiente?", dicen. "Es que he tardado, pero al fin he encontrado mi sitio". Te cagas...

3 comentarios:

Esperanza dijo...

Muy bonito, mucho. Y doy fé de que aún eres un as atrapando cucarachas.

buscema63 dijo...

Thanks! Hace mucho que no te veía por aquí. Honor y alegría. ¿Cómo va todo?

Ginebra dijo...

Juá. Una de las bailarinas de mi grupo era paleontóloga (o algo así, qué sé yo, me caía mal y nunca le eché cuenta) y estaba especializada en colmillos fósiles de murciélagos (toma ya!). En un viaje nos encontramos un fiambre de murciélago, lo miró y dijo "no lo tengo" así que sin dudar cogió el cadáver y lo metió en un paquete de Ducados. Al rato otra de las bailarinas quiso echarse un cigarrito y al volcar el paquete le cayó en la mano el bicho difunto. Creo que los gritos los oyó mi madre desde Madrid (y estábamos en Israel, o sea...)
A mí esas cosas no me van pero Kenya capturó el otro día una cucaracha, le inmovilizó las patas con hilo y le pintó los élitros de morado con esmalte de uñas. A lo tonto a lo tonto quedó más bonita que un San Luis.