Las imágenes del dolor como las del placer son profundamente subjetivas: significantes aleatorios. En este árbol genealógico nos encontramos con lo inesperado en una vuelta de espejo/tuerca con respecto a la pantalla de vídeo donde se funden las imágenes ya sancionadas como referentes/significantes de la estética kitsch. Allí The Big Screen –puerta de espejo al arte tecnológico de ‘élite’– guarda el tesoro vulgarizado de la estética popular. Aquí, el objeto con retratos/espejitos fabricado en serie. Objeto kitsch de pésimo gusto, guarda imágenes de la privacidad sexual ¿del propio autor? Imágenes que cualquier usuario del objeto que las porta juzgaría ‘desviadas’, ‘aberrantes’, ‘explícitas’, ‘provocadoras’. Mujeres –¿o una mujer?– de rasgos orientales, en diferentes secuencias de lo que en las páginas de sexo de la Red aparecerían bajo el epígrafe de hardcore, bondage o extreme bizarre: atadas, sometidas, esclavizadas, con los ojos vendados. En Japón constituyen toda una corriente de estética, tradición y moda sexual muy solicitada por los usuarios del sexo en la pantalla: las jóvenes cercanas al dolor y la aparente humillación reciben con sumisión su ¿castigo o placer? Ojos tapados, mordazas, cuerdas, cera caliente sobre la carne, baños de esperma que deben recibir de una multitud de hombres a los que en vídeos y fotografías se le oculta siempre la identidad de su glande mientras vemos el rostro cubierto de semen de una adolescente vestida de enfermera o colegiala que acaba convirtiéndose en una máscara. No todas estas imágenes aparecen en el árbol de Ivars; pero las que aquí aparecen pertenecen al mismo tronco genealógico.
Lo que resulta evidente es que esas imágenes no están en el lugar que aparentemente les corresponde. O sea, en el espacio que una mirada ya construida y sancionada presupone que deben ocupar. Las muchachas que nadan sincronizadamente junto a Esther Williams en su Escuela de Sirenas viven en una pantalla de vídeo, zona ideal para un arte cool y tecnoconceptual, y las anónimas muchachas amordazadas, en el arbolito portarretratos comprado en un todo a cien, espacio ideal para una salita clónica de interior pequeño-burgués. Y ahí salta el chispazo.
No voy a analizar el juego carrolliano de apariencias y pistas falsas que propone Ivars, quien cada vez introduce más en su puesta en escena, una reflexión sobre elementos estéticos como parte y hasta trampolín de su discurso conceptual. No voy a hablar de la manera en la que se construyen las categorías culturales para conformar un imaginario de sobrentendidos. Aquí Ivars juega y manipula esos sobrentendidos con simples analogías y dislocaciones espacio-temporales y nos hace caer una y otra vez en estancias secretas como si fuésemos Alicia. Pero digo que no a todo eso: me he sentido muy sanamente aludido con el texto de su catálogo, donde entre varias preguntas-cerbatana larga esa de “[qué tenemos que hacer entonces] ¿recomendar a los artistas que no se hagan pajas mentales cuando la crítica se masturba con sus creaciones?”. Así que voy a limitarme a describir una experiencia real con ese arbolito suyo.
Es el día de la inauguración de esta exposición. Llego tarde, como siempre. Por eso la mayoría de los invitados ya charlan y toman copas en el bar. Es una situación óptima para acercarse a estos fragmentos sin ser molestado. Hemos llegado a la que llamaremos sala de Fred Astaire. Ya saben, la de los bastones y las luces y los espejos rotos. Es también la sala de la pieza de los árboles genealógicos y la de la Escuela de Sirenas y los apliques interactivos. La estancia recibe en silencio a algunos curiosos que se atreven a acercarse hasta cierto punto. Entro en el juego que propone Ivars para aumentar/reducir la frecuencia del parpadeo de los apliques de la pieza de Esther Williams. Un grupo de cinco señoras mayores que mezclan curiosidad con una cierta desconfianza ante algo que no acaban de entender, descubren en la penumbra al arbolito de marras. Como por un resorte reconocen el objeto y se lanzan hacia él, sin inmutarse un ápice la artesanía en serie que sus peluqueros han dejado sobre sus cabezas, con una sonrisa: ellas tienen en sus casas otros como ése, es algo suyo, lo reconocen.
Cuando fijan la vista en las fotografías, esperando quizá encontrar a su nieto o su nuera sonriendo en fotomatón, se van encontrando con esas imágenes de lo prohibido. El shock es tan fuerte que no dicen nada. No comentan una palabra entre ellas mientras mantienen la vista fija en el escalofrío. Se dan la vuelta sin mirarse y andan hacia el ascensor. Mientras éste cierra sus puertas (tarda un poco) se ve la imagen del grupo silencioso e inmóvil iluminado por la luz del elevador. No se atreven a decir nada. Han cruzado el espejo sin darse cuenta. Y se han dado cuenta que Alicia ya no vive allí. O que tenía otro rostro muy parecido al suyo. Se han puesto una venda invisible sobre ellas para que nadie las mire mientras tanto. Como la muchacha atada al árbol. Su consternación es otra forma de representar el dolor. Es otro dolor: el de que no quiere mirar a su propia imagen. El que no se atreve a gritar que entiende algo por miedo a que su mundo cambie de tamaño o lugar.
Y no tengo nada más que decir. La paja ha sido corta.
H. M. (noviembre 2000. Texto para el catálogo de una exposición del artista Joaquín Ivars)
Lo que resulta evidente es que esas imágenes no están en el lugar que aparentemente les corresponde. O sea, en el espacio que una mirada ya construida y sancionada presupone que deben ocupar. Las muchachas que nadan sincronizadamente junto a Esther Williams en su Escuela de Sirenas viven en una pantalla de vídeo, zona ideal para un arte cool y tecnoconceptual, y las anónimas muchachas amordazadas, en el arbolito portarretratos comprado en un todo a cien, espacio ideal para una salita clónica de interior pequeño-burgués. Y ahí salta el chispazo.
No voy a analizar el juego carrolliano de apariencias y pistas falsas que propone Ivars, quien cada vez introduce más en su puesta en escena, una reflexión sobre elementos estéticos como parte y hasta trampolín de su discurso conceptual. No voy a hablar de la manera en la que se construyen las categorías culturales para conformar un imaginario de sobrentendidos. Aquí Ivars juega y manipula esos sobrentendidos con simples analogías y dislocaciones espacio-temporales y nos hace caer una y otra vez en estancias secretas como si fuésemos Alicia. Pero digo que no a todo eso: me he sentido muy sanamente aludido con el texto de su catálogo, donde entre varias preguntas-cerbatana larga esa de “[qué tenemos que hacer entonces] ¿recomendar a los artistas que no se hagan pajas mentales cuando la crítica se masturba con sus creaciones?”. Así que voy a limitarme a describir una experiencia real con ese arbolito suyo.
Es el día de la inauguración de esta exposición. Llego tarde, como siempre. Por eso la mayoría de los invitados ya charlan y toman copas en el bar. Es una situación óptima para acercarse a estos fragmentos sin ser molestado. Hemos llegado a la que llamaremos sala de Fred Astaire. Ya saben, la de los bastones y las luces y los espejos rotos. Es también la sala de la pieza de los árboles genealógicos y la de la Escuela de Sirenas y los apliques interactivos. La estancia recibe en silencio a algunos curiosos que se atreven a acercarse hasta cierto punto. Entro en el juego que propone Ivars para aumentar/reducir la frecuencia del parpadeo de los apliques de la pieza de Esther Williams. Un grupo de cinco señoras mayores que mezclan curiosidad con una cierta desconfianza ante algo que no acaban de entender, descubren en la penumbra al arbolito de marras. Como por un resorte reconocen el objeto y se lanzan hacia él, sin inmutarse un ápice la artesanía en serie que sus peluqueros han dejado sobre sus cabezas, con una sonrisa: ellas tienen en sus casas otros como ése, es algo suyo, lo reconocen.
Cuando fijan la vista en las fotografías, esperando quizá encontrar a su nieto o su nuera sonriendo en fotomatón, se van encontrando con esas imágenes de lo prohibido. El shock es tan fuerte que no dicen nada. No comentan una palabra entre ellas mientras mantienen la vista fija en el escalofrío. Se dan la vuelta sin mirarse y andan hacia el ascensor. Mientras éste cierra sus puertas (tarda un poco) se ve la imagen del grupo silencioso e inmóvil iluminado por la luz del elevador. No se atreven a decir nada. Han cruzado el espejo sin darse cuenta. Y se han dado cuenta que Alicia ya no vive allí. O que tenía otro rostro muy parecido al suyo. Se han puesto una venda invisible sobre ellas para que nadie las mire mientras tanto. Como la muchacha atada al árbol. Su consternación es otra forma de representar el dolor. Es otro dolor: el de que no quiere mirar a su propia imagen. El que no se atreve a gritar que entiende algo por miedo a que su mundo cambie de tamaño o lugar.
Y no tengo nada más que decir. La paja ha sido corta.
H. M. (noviembre 2000. Texto para el catálogo de una exposición del artista Joaquín Ivars)
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