martes, 12 de febrero de 2008

Memoria

Decía el otro día ante micrum el rector de la Universidad de Málaga, Antonio Díez de los Ríos, que de vez en cuando conviene mirar al pasado. Y añadía: “pero poquito”. Eso que es normal que lo apostille un rector dinámico, equivale en grueso a enterarse ma non troppo de aquello que fuimos y por qué dejamos de serlo. Decía esto el rector abriendo la muestra que celebra 25 años de universidad malagueña. Fotografías de una época donde la gente salía a la calle a pedir lo que creía que le arrebataban. Ahora la gente sale poco a la calle con pancarta, les tienen que matar mucho. En Nuncajamás se sale últimamente a la calle por los cuadros del Museo de Bellas Artes. La próxima cita el 19 de febrero, si es que no salta antes Esperancita Airbag (ella sí debería haber venido al debate del ciclo Fatales y malísimas) y suelta el habéis museo, majetes.
La semana ha sido de miradas de Lot. Ma non troppo casi todas, salvo la de la lluvia milenaria. El viernes el fotógrafo Rafael Efe Díaz, de la mano de Juan Miguel Mandíbula Gozalo, presentaba su libro de instantáneas pasadas. Algunos de los que salen tienen allí para ponerse colorados. Y en el Colegio de Aparejadores, los de Adepama han lanzado una mirada a la destrucción de la memoria señalada en el centro histórico de la ciudad. Allí las fotos de Pepe Ponce ilustran la evidencia de que en Málaga resulta difícil repasar la Historia. Los humanos dejamos huella para detener el tiempo. Pero Málaga es la cruel imagen del tiempo que se devora a sí mismo. Por eso sus habitantes cabalgan sobre el irredentismo del olvido: de los otros y de sí mismos. El poeta onubense Juan Cobos Wilkins, ahora en Madrid, cierra su nuevo libro de poemas Llama de clausura (Visor, 1998) con uno hermoso y emotivo. “Jamás imaginé que en mitad del camino de la vida/ estaría tan solo/ y con tantos fantasmas”
comienza diciendo. Para acabar asumiendo la propiedad de esa soledad dolorosa: un muerto que abre las alas cuando se reconoce en su condición moribunda. Cobos ha mirado hacia atrás, ha asumido sus pérdidas (las del amor: las más terribles) y no se ha convertido en estatua de sal. Aquí no reconocemos que nunca nos importaron los cuadros del museo, ni las casas y muros del pasado. La identidad no se evapora en un día. Lo malo no es que la infancia, la fortuna, el paraíso o el amor se pierdan para siempre. Lo peor es no quererse dar cuenta de que un día estuvieron ahí. Y que si algo somos, se lo debemos también a todo aquello a lo que ahora volvemos la espalda.

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