Bob Dylan llena La Malagueta con un concierto profesional e impecable ante un público ya maduro
Cuando a la tercera canción del concierto, Bob Dylan, aún de acústico, cantó que estaban cambiando los tiempos, el público demostró que habían cambiado hace mucho: al rockero, al poeta rebelde que sonó como candidato al Nobel de Literatura, al hombre que electrificó la herencia de Woody Guthrie, al converso, al esquivo, al hiératico, al gran músico Dylan, se le escuchaba sentado como a un cantante de ópera. Nada que objetar al concierto: músicos excelentes, Dylan sacando su mejor voz imposible de gato de ultratumba, Dylan vestido como un comandante rockabilly de lujo. Dylan en forma, como un pincel, ensayando contorsiones rockeras y un bailecito minimalista. Dylan por encima del bien y del mal.
Abajo, la arena. La misma arena de la plaza de toros donde hasta ahora en todos los conciertos la gente saltaba de pie con cervezas en la mano, estaba llena de sillas con gente importante y endomingada. No era precisamente público de rock. En las primeras filas, las de a siete mil la entrada, muchas invitaciones: alcaldesa, concejales, gente principal. "Esos van de gañote", dice un aficionado con prismáticos desde el tendido. Hay muchísimas calvas escuchando a Dylan. También jóvenes. Casi 8.000 personas, separadas en grada y arena por guardias de seguridad para oír casi cuarenta años de rock en un concierto que costó al ayunatmiento 21 millones de pesetas.
Los calvos de las primeras filas también saltaron. Poco, es verdad. Pero aplaudieron mucho y encendieron alguna bengala. Tiraron dos sombreros estampados de leopardo cuando Dylan cantó la canción que habla de sombreros de piel de leopardo. Incluso se vio al concejal de Cultura Antonio Garrido hacer eso del puño que hace Miriam Díaz Aroca. Hasta a Celia Villalobos le cantaron la suya: "la de escrito en el viento", dijo antes del concierto. Luego se fue tan contenta por un pasillo para autoridades.
Antes del maestro había entrado Andrés Calamaro acompañado de dos guitarras. Razonables versiones propias y ajenas en acústico. Una del ídolo se marcó para darle la bienvenida, Seven Days. Asumió su lugar y dijo: "pensando en la diferencia que hay entre un subalterno y Curro Romero, como la que hay entre el oro y la plata, os dejo con Moisés para que parta en dos las aguas del mar".
Claro que Moisés ya no es el mismo rebelde que publicó las tablas de la Ley en Blonde on blonde o Bringing it all back home. Ni sus fans creen en revolución. Es un poeta con tremendas canciones que un buen día removieron y hoy son clásicos para oír en compacto. John Byrne está en las últimas gradas. Es de Gibraltar. Treinta años hace que escucha a Dylan, que compra sus discos, que espera verle. Es de los pocos que acierta rápido qué canción es cada cual. Dice: "prefiero los discos, en los conciertos las cambia mucho".
A la salida, un hombre llora. Es peluquero. Rafael se llama. Tiene cuarenta años y cubre su calva con un elegante sombrero de paja. "Con 15 años fui con el carné de la OJE a ver a Lou Reed. Nos metimos en un supermercado a mangar un jabón y los grises nos ligaron. Toda mi vida esperando este momento para esto". Rafael no llora porque Dylan le haya defraudado. "Estoy feliz, pero nadie, con la guerra de Kosovo, nadie ha saltado a la arena. He venido a ver a Dylan y me he encontrado con la división de clases. No sé si será el whisky. He gritado: esto no es un auditorio con palcos. Es la plaza de toros. Esa arena ha sido siempre mía. Ha estado en Málaga la voz del siglo XX, la voz después de la voz, y nadie ha sido de saltar por Kosovo ni un poco así... Que estoy feliz, es el whisky...", y arranca a llorar de nuevo, dejando tras de sí un concierto muy civilizado.
H.M. (El país Andalucía. Abril 1999).
Cuando a la tercera canción del concierto, Bob Dylan, aún de acústico, cantó que estaban cambiando los tiempos, el público demostró que habían cambiado hace mucho: al rockero, al poeta rebelde que sonó como candidato al Nobel de Literatura, al hombre que electrificó la herencia de Woody Guthrie, al converso, al esquivo, al hiératico, al gran músico Dylan, se le escuchaba sentado como a un cantante de ópera. Nada que objetar al concierto: músicos excelentes, Dylan sacando su mejor voz imposible de gato de ultratumba, Dylan vestido como un comandante rockabilly de lujo. Dylan en forma, como un pincel, ensayando contorsiones rockeras y un bailecito minimalista. Dylan por encima del bien y del mal.
Abajo, la arena. La misma arena de la plaza de toros donde hasta ahora en todos los conciertos la gente saltaba de pie con cervezas en la mano, estaba llena de sillas con gente importante y endomingada. No era precisamente público de rock. En las primeras filas, las de a siete mil la entrada, muchas invitaciones: alcaldesa, concejales, gente principal. "Esos van de gañote", dice un aficionado con prismáticos desde el tendido. Hay muchísimas calvas escuchando a Dylan. También jóvenes. Casi 8.000 personas, separadas en grada y arena por guardias de seguridad para oír casi cuarenta años de rock en un concierto que costó al ayunatmiento 21 millones de pesetas.
Los calvos de las primeras filas también saltaron. Poco, es verdad. Pero aplaudieron mucho y encendieron alguna bengala. Tiraron dos sombreros estampados de leopardo cuando Dylan cantó la canción que habla de sombreros de piel de leopardo. Incluso se vio al concejal de Cultura Antonio Garrido hacer eso del puño que hace Miriam Díaz Aroca. Hasta a Celia Villalobos le cantaron la suya: "la de escrito en el viento", dijo antes del concierto. Luego se fue tan contenta por un pasillo para autoridades.
Antes del maestro había entrado Andrés Calamaro acompañado de dos guitarras. Razonables versiones propias y ajenas en acústico. Una del ídolo se marcó para darle la bienvenida, Seven Days. Asumió su lugar y dijo: "pensando en la diferencia que hay entre un subalterno y Curro Romero, como la que hay entre el oro y la plata, os dejo con Moisés para que parta en dos las aguas del mar".
Claro que Moisés ya no es el mismo rebelde que publicó las tablas de la Ley en Blonde on blonde o Bringing it all back home. Ni sus fans creen en revolución. Es un poeta con tremendas canciones que un buen día removieron y hoy son clásicos para oír en compacto. John Byrne está en las últimas gradas. Es de Gibraltar. Treinta años hace que escucha a Dylan, que compra sus discos, que espera verle. Es de los pocos que acierta rápido qué canción es cada cual. Dice: "prefiero los discos, en los conciertos las cambia mucho".
A la salida, un hombre llora. Es peluquero. Rafael se llama. Tiene cuarenta años y cubre su calva con un elegante sombrero de paja. "Con 15 años fui con el carné de la OJE a ver a Lou Reed. Nos metimos en un supermercado a mangar un jabón y los grises nos ligaron. Toda mi vida esperando este momento para esto". Rafael no llora porque Dylan le haya defraudado. "Estoy feliz, pero nadie, con la guerra de Kosovo, nadie ha saltado a la arena. He venido a ver a Dylan y me he encontrado con la división de clases. No sé si será el whisky. He gritado: esto no es un auditorio con palcos. Es la plaza de toros. Esa arena ha sido siempre mía. Ha estado en Málaga la voz del siglo XX, la voz después de la voz, y nadie ha sido de saltar por Kosovo ni un poco así... Que estoy feliz, es el whisky...", y arranca a llorar de nuevo, dejando tras de sí un concierto muy civilizado.
H.M. (El país Andalucía. Abril 1999).
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