martes, 12 de febrero de 2008

Rutas, atajos y justificaciones


Los textos que constituyen este volumen son una selección de los 67 textos publicados en el diario Sur de Málaga entre febrero de 1994 y diciembre de 1995 bajo el epígrafe de Rutas Urbanas, dentro del suplemento de Fin de Semana que entonces sacaba los sábados el periódico. Son poco más de la mitad de los publicados entonces. Han sido seleccionados por Javier Labeira y por mí mismo en función de gustos personales y espacio disponible. A aquellos textos les he añadido otros tres escritos para una exposición sobre Málaga, cuya temática -la memoria, el tiempo, el olvido y la ciudad-, era más o menos coincidente. Hace unos nueve años que, a instancias de Manuel Corrales, arqueólogo provincial de la Junta de Andalucía y de Alfredo Rubio, maestro necesario de vocación, profesor de geografía urbana de la Universidad de Málaga y miembro fundador del grupo Rizoma, me incorporé al equipo que levantó aquella exposición de la que salí satisfecho y decepcionado por motivos bien diferentes. Se llamó Málaga: Fragmentos de una travesía y se expuso entre las murallas nazaríes del aparcamiento subterráneo de la Plaza de la Marina. Mi aval para incorporarme al equipo que ideó y diseñó esa exposición fueron precisamente las Rutas Urbanas. Recuerdo que fue Alfredo Rubio, durante un desayuno en Anglada, quien me enseñó que esas rutas que publicaba en Sur se enmarcaban en una tradición, la de las derivas urbanas, una práctica habitual del situacionismo. Hay un texto más, publicado en Diario 16, el primer periódico donde escribí, que incluyo por razones sentimentales. Novio de la muerte fue el primer texto escrito en periódicos del que tuve constancia que gustó a gente que a mí me importaba. Y al cabo, ese texto habla de lo mismo que el resto: la ciudad como escenario y como protagonista de un teatro de muertes, olvidos, nacimientos, remembranzas y transformaciones.
Por último, incluyo una breve selección de seis artículos de opinión publicados en El País Andalucía entre los años 1997 y 1999 bajo la sección De Pasada. En estos casos se trata de visiones sarcásticas del momento político, del presente de entonces. Quizás en las Pasadas fue donde más afilé mi fama de lengua afilada. Recuerdo que repartía estopa y melancolía como en un café mitad. Seguramente a muchos políticos de entonces les hubiera gustado verme colgado de un pino tras leer alguna de mis coñas. Bueno, no oculto que mi sentido del humor es fundamentalmente sarcástico, sobre todo con los que ostentan algún tipo de poder, pero es también cierto que yo siempre intentaba diferenciar un (creo) amable y correcto trato personal junto con aquella para muchos malévola crítica que hacía de ellos como personajes del teatrillo público. Pero todo eso se difumina también en el tiempo. De alguna manera, al igual que las ciudades se transforman y cambian y se pierden, también sus actores acaban sepultados en el olvido. Ellos son también fragmentos perdidos de la ciudad.

Definitivamente, este libro es una versión reducida del libro que quise en su día publicar, con todas aquellas Rutas Urbanas al completo acompañadas de las fotografías que en su día ilustraban estos artículos. Así que han sido publicados cuando ya no pensaba publicarlos. Cuando ya no escribo en Sur, ni en El País, ni en ningún otro periódico. Cuando no siento necesidad ninguna de verlos publicados. Pero también cuando creo saber que, de alguna manera, si alguna vez vuelvo a escribir de manera regular o profesional, no podría hacerlo hasta ver publicados estos textos en libro. Así que este libro es a la vez colofón y quién sabe si principio de algo.

Este libro habla de la ciudad donde he vivido más tiempo. La ciudad de mi infancia y adolescencia, de parte mi juventud y de mi vida adulta. Habla de una manera de acercarme a ella durante un tiempo. No digo mi Málaga porque la pobre ya tiene demasiados dueños y eso de mi Málaga me suena a copla de tercera y a juegos florales ranciocostumbristas. En realidad son textos surgidos de una relación de noviazgo y pasión que tuve con la ciudad. Eran años en los que me excitaba publicar en los periódicos y aprovechar que me dejaran espacio para escribir mis paridas, circunstancia que duró como 14 años y que aún hoy considero como un privilegio bastante increíble. Eran años en los que salía a sus calles para estar con ella; para descubrirle matices desconocidos; para reinventármela e imaginármela mientras la pisaba; para enamorarme de sus carencias y secretos; para reírme de su humor soterrado y socarrón de estar de vuelta de tantas vueltas. Para dolerme de sus heridas como al amante le duelen los arañazos en la piel de la persona amada o le indignan hasta la ira los desplantes que otros le hagan. Para dejar constancia de las palabras que se dicen entre las palabras que se escriben y, escuchar la voz, el acento y el timbre de los ciudadanos como complemento de realidad y recurso humorístico entre tanta trascendencia elegíaca. Para ponerme cursi, cínico, pamplina, macarra, apasionado, elegíaco, tremendo, vacuo, puñetero o lírico según los casos. Para dejarme llevar por la nostalgia futura que, creo que era Borges quien decía que era la forma más pura de nostalgia, ésa que vislumbra que el momento presente pasará inmediatamente y será sepultado por otro: para añorar lo que estás viviendo: presente, pasado y futuro serán pasado necesariamente.

Vistos con el tiempo, estos textos son la crónica de un amor, del amor de un adulto treintañero que acababa de tener su primer y único hijo y aún luchaba con entusiasmo para merecerlo, alimentarlo y celebrarlo. Vistos hoy, estos textos sufren el mismo mal que todas las palabras de amor sufren al pasar el tiempo, cuando la persona o el objeto que nos provocaba la pasión ya se percibe de manera diferente. Muchas veces me parecen exagerados. Pero es que lo que hay es lo que hay y yo soy una persona apasionada, ciclotímica y exagerada. Siempre he pensado que los poemas de amor sólo deben publicarse para que otros que sufren o disfrutan de emociones semejantes sepan que lo suyo tiene remedio. Que no están solos en semejante desborde emocional. Que todo pasa, vamos. Y todo queda, en fin.

Tengo un amigo artista de alma melancólica que vive en el centro de Málaga y retrata sus ruinas, la operación abierta de sus calles que ya no duelen a nadie porque por nadie están habitadas. Él sigue ahí viviendo y dejando constancia. A mí me gustan las ruinas de mi ciudad porque es lo único que me deja espacio para imaginar qué pasó y hacerme preguntas. Como a mucha gente cuando se le pregunta, me duele ver también esa ciudad con las vísceras fuera como un cadáver a punto de embalsamarse, convertidas sus casas en solares sin que nadie reclame el cuerpo de la escombrera. Me desasosiega, como a tantos, comprobar que la ciudad no ya de mi infancia sino de hace apenas diez años va desapareciendo. Que de aquella ciudad de solaz y algodón de azúcar va quedando muy poco. Es ya difícil paseare por Málaga si no es en coche y yo, por suerte, no conduzco. Pero es que ése es el destino de esta ciudad. Esta ciudad no es Venecia ni Toledo. El metro será, seguro, dentro de muchos años un lugar innecesario y abandonado, fuente de melancolía para otros. Eso mismo ha pasado siempre en Málaga a lo largo de los siglos. Estamos en el siglo de lo inmediato. Bienvenidos al futuro. Es hoy mismo.

Yo me he ido, como tantos malagueños, lejos de estas calles históricas y especuladas de su centro, también buscando una memoria más definitiva y amable. No hay nada de Aleixandre en ellas como nada o muy poco había cuando el alcalde Aparicio lo citaba como coartada. Los políticos y las empresas siempre nos dejarán un slogan lejano y vacío de los restos manipulados de un poeta que intentó captar un instante sublime de su memoria para así detenerlo e invocarlo. Me dice Javier, mi amigo Labeira, y lo deja dicho y escrito aquí mismo, que, al cabo, siempre quedan los textos. Pero eso son palabras de filólogo y además amigo. Los textos también se pierden y se repiten. Se olvidan y se fragmentan. Para alguien que acostumbró su vanidad al ejercicio diario de la prensa después de haber escrito poemas, diálogos de películas, obritas de teatro o sueños al alba encriptados, la escritura ya ha perdido el peso mítico que tuvo en su día. La escritura, en mi caso, ha pasado ya por demasiadas estaciones: amiga, amante, medio de vida, compañera, droga, engaño, salvación, hastío, espejo, trabajo, luz, pantano y tantas cosas del querer y el odiar. Al final no ha sido más que la insistencia amable de Javier llena de un no se qué de justicia poética y de círculo que se cierra que sólo él y yo entendemos, la que ha logrado que acabe publicando estos textos. Realmente, ya cumplieron su función hace tiempo. Lo que puedan hacer a partir de ahora a mí se me escapa.

Publicar un libro cuando no se sabe si se quiere seguir escribiendo tiene algo de paradoja. Mucho de juego. Tanto de verlas venir, como casi siempre. Yo ya me impliqué en este libro como libro hace tiempo. Pero nunca me convenció del todo la necesidad de dejar constancia. No es fácil publicar algo porque en el fondo quieres que se lea y sabes lo difícil que tiene la gente leer libros en este momento. Yo veo que se compran muchos pero veo a pocas personas con ellos por las calles, en las plazas o en los parques, en las playas. Móviles sí veo muchos. Yo entonces no tenía móvil y hoy estoy perdiendo el oído gracias a él. Yo mismo, leo menos libros que antes y más páginas de Internet que nunca. Además, debo reconocer que el periódico tiene la ventaja de que sales acompañado y con modestos cuerpos de letra. Tuve asimismo la suerte de librarme de escribir con la fotillo al lado. De hecho, he escrito muchas veces con seudónimo en los diarios. Sí, el periódico es más llevadero. No es eso de los libros en los que si no te gusta lo que dice el autor te jodes y lo regalas. Un libro siempre da pena tirarlo. El periódico, no. Y siempre suele haber algo dentro que te interese. El número de los ciegos, el chiste de Maitena o la crónica de la victoria de tu equipo. Y si no, el papel de periódico es estupendo para limpiar cristales y hacerle pelotitas a tu gato. Para publicar un libro hay que tenerlo muy claro. O sabes mucho, o escribes muy bien o lo haces de algo que a mucha gente le interesa. Bajo esa perspectiva, este libro no debería haberse publicado: ni sé mucho de nada, ni escribo como Justo Navarro o Juanjo Millás, ni creo que mis paseos de hace diez años por una ciudad de la que tanto se pasa interesen a mucha gente. Así que ya llevamos dos: publico un libro que no debía publicarse en buena lógica, lo hago encima de la manera en la que siempre creí que no debía publicarse (con sus fotos) y en un momento en el que no sé si voy a seguir escribiendo de ahora en adelante. Pues vaya plan, ya ven.

Uno es lo que hace en cada momento. Y yo ahora no escribo apenas. No tengo lectores. Pero si los tuviera, posiblemente no sabría qué decirles. Que miren alrededor y sean ellos el próximo escritor. El próximo ciudadano. Siempre pensé que le debía algo a esta ciudad porque la ciudad me había construido. Esa ciudad de interiores y exteriores que uno construye a lo largo de su vida. Estos textos y otros que descansan en las hemerotecas o en el disco duro de mis ordenadores fueron una forma de ganarme la vida y de aprender varias cosas entretanto. Es lo que hay.

Los periodistas, los editores de periódicos y sus actores, los que escriben la función, los extras, las estrellas invitadas, hacen cada día un teatrillo donde disponen la realidad y nos la presentan convenientemente titulada, fotografiada, despiezada y comentada. Casi como esos alimentos plastificados que sólo tienen del alimento su apariencia y varios saborizantes con nombre de plaza de aparcamiento. Pero, claro, para hacer eso hay que hablar de lo que hablan los periódicos y de la manera que lo hacen la mayoría de los periodistas. La vida de las ciudades es otra cosa. Y la de sus ciudadanos. Hoy hay mejores periodistas capacitados para seguir mirando que antes. Al menos quiero creer que hay más. Y los hay que escriben ahora mismo sobre lo mismo que escribíamos otros entonces. Ver, por ejemplo, a una chica que no tengo el gusto de conocer como Berta González de la Vega, escribir a diario sobre la ciudad en un tono que me resulta familiar, corrobora lo que digo: los de ahora lo hacen mucho mejor. Por si fuera poco, siguen algunos de entonces aún haciéndolo muy bien cada día. Y pienso en Álvaro García, en El Mundo, el columnista que más y mejor ha dedicado su pluma a esta ciudad en los últimos años. Claro que algunos de nosotros, los de entonces, como decía Neruda, ya no somos los mismos. Y ya no somos necesarios, supongo. Como ya no es necesario el neón de Philips de la Plaza de la Constitución porque no hubo nadie a ambos lados de una papeleta de voto cuyo deseo coincidiera con su permanencia. Aquí, en esta ciudad, las estatuas cambian de lugar, las antiguas fábricas desaparecen y se hacen museos donde la esencia de la ciudad, su luz, su humedad escondida y su taberna mágica han desaparecido. Ahora les toca a otros poner palabras para que olvido no vaya tan deprisa.

Las Rutas Urbanas aparecieron, ya dije, en el suplemento de Fin de Semana del diario Sur, sobre los microcuentos de mi compadre y amigo el escritor José Antonio Garriga Vela, Jose o Garri para los amigos entre cuya legión me encuentro. Con los cintillos de nuestras secciones y nuestros textos sobre la ficción y la realidad construimos una especie de pasadizo vial subterráneo donde el caminar y la mirada oblicua se imponían como único equipaje de sus autores. Cruce de vías se llamaban los cuentos impagables (los pagaban mal, como mis rutas, para qué vamos a mentir, que así está el gramo de letra en los periódicos salvo casos excepcionales) de Jose y Rutas urbanas mis crónicas de paseo. Siempre iban éstas últimas acompañadas de una fotografía, acentuando el lenguaje de un periódico, que servía al espectador para hacerle más claro el referente de una escritura no demasiado explícita y permitirme así hacerla menos explícita. Esa ha sido, ya dije, una de las razones que explican mis reticencias a la hora de publicar estos textos. Creo que deberían ir siempre con sus fotografías porque así fueron concebidos. Pero no han faltado amigos que me intentan convencer (me quieren, no hay duda) de que los textos se sostienen por sí mismos. No insistiré más en este punto. Ya he aceptado la invitación de Javier la Beira, antiguo amigo de épocas adolescentes y juveniles y también compañero mío en el primer periódico donde escribí, Diario 16. Y no quisiera parecer como esas madres que cuando ponen el estofado en la mesa se tiran todo el rato explicando que no les ha salido como otras veces cuando siempre dicen lo mismo. Es momento pues de callar sobre lo posible, pues no pocas veces la imaginación y el convencimiento de lo que debería ser y es inalcanzable acaba segando la posibilidad de hacer cosa alguna.

Debo agradecerle al periodismo que durante casi quince años me obligase a escribir bajo sus urgencias. Quizá sin esa presión, a veces absurda y egocéntrica (todos los periodistas acaban creyéndose que lo que hacen es muy importante, aunque no importe un pimiento), yo no me hubiese decidido nunca a hacer estos textos. No es que valgan nada, sólo que a mí me enseñaron a mirar debajo y detrás de esas urgencias, de los hechos noticiables. Cuando las urgencias del periodismo dejaron de excitarme, fui comprobando (qué ingenuo era entonces) que las palabras son sólo eso, palabras. Y acabé admitiendo que ni mi mirada -a veces melancólica, a veces cómica, a veces cínica y casi siempre caprichosa, ni tan siquiera el amparo de la mancheta del diario más poderoso e influyente de la ciudad iban a lograr que se quedase para siempre sobre Espejo Hermanos el neón de Philips, o que al mapa del Colegio de Martiricos le declarasen BIC. O que el gordo de la Victoria cambiase su destino de reliquia sin referente en algunos bares para convertirse en emblema laico de esta ciudad, una ciudad tan entregada al deleite que no es consciente de que a la cerveza se le va la espuma si nadie se la bebe. O que algún día el Cementerio de San Miguel restaurado sirviese para que la gente pasease por sus nichos y tumbas con la confianza de que la piqueta y las pesetas no van a hacer más bingo con su desamparo y abandono.

Diez años después de aquellos textos ya no existen algunas cosas de las que hablo. Vías, solares, olvido y nuevas arquitecturas han ocupado esos lugares. Pero lo que más echo de menos era esa calma de paseos tranquilos que ya entonces era un antiguo recuerdo y hoy ya suena jurásica del todo. Hoy mi ciudad corre más que nunca. Está llena de solares en construcción y de pisos llave en mano. Está llena de emigrantes que hacen los trabajos que nosotros no queremos y crece, como siempre ha hecho, al margen de su memoria oculta.

Eso entristece, no cabe duda. Pero uno, que ya casi nació echando de menos lo que iba viviendo y tendiendo una obstinada tendencia a que el paso del tiempo me dejase llagas de melancolía, ha llegado al convencimiento de que la ciudad es como es y no hay que darle más vueltas. Que quizá en esa capacidad de pasar página con todo que cada tanto se alivia con una tradición recién instaurada (una vez escribí que Málaga es la ciudad donde sólo hacen falta cinco minutos para que algo se convierta en tradición) para tener menos soliviantada la carencia de memoria, residiera la propia esencia de Málaga. Aquella exposición de Málaga Fragmentos de una travesía, me sirvió para constatar que de nuestro pasado sólo permanecen un azul definitivo y cambiante, un clima raro y benigno bueno para las plantas y los bañistas de sus inventadas playas, un monte donde alguna vez hubo un faro, dos ríos que de cuando en cuando se desbordan y un continuo ir y venir de familias, tribus, civilizaciones y razas que suelen venir de paso y que a veces acaban quedándose atrapados por la capacidad de esta ciudad de convertirse en exilio dorado de finales de casta.

Los textos que componen este ejemplar pertenecen casi en su totalidad a la serie de artículos que publiqué en el Diario Sur entre 1994 y 1996. Todavía no sé bien por qué me dejaron escribir en Sur entonces. Tal vez los comentarios elogiosos que un Salvador Moreno Peralta siempre entusiasta más allá del sentido común hiciera de mí al entonces recién investido director del Sur José Antonio Frías lo hicieron posible. Quizá mi fama de chico poco dado a la componenda y al silencio obediente aún no había trascendido lo suficiente. Salí de Sur merced a un asunto injusto que nunca pude aclarar y dejé de escribir aquellos textos y otras secciones de crítica y opinión que entonces tenía en el periódico. Pasados los años me río de mi propia indignación (en la prensa todo es fulminante: la excelencia y el olvido) y sólo me queda una sincera gratitud a las personas que me recomendaron, los directores que me permitieron que gozase de aquella beca para hacer lo que me daba la gana y los compañeros de redacción (Paco Rengel, Josevi Astorga, Morgado, los Cortés, Anita Barreales, la Merelo, Roche y Escalera, Sergio Contreras, los foteros, Pepe Castro…) con los que coincidía de cuando en cuando. Es cierto, con lo que me he peleado y discutido con mis directores y responsables de redacción sólo puedo decirles que muchas gracias por dejarme escribir en sus medios. Recuerdo perfectamente el día que me llamó por teléfono El Viejo, que es como familiarmente se conoce al director de Sur, entonces y todavía el periodista José Antonio Frías. Ya había pasado un mes desde que le mandé, seguramente convencido por Salva Moreno, uno de mis inacabables textos de propuestas de colaboración llenos de ideas (unas enloquecidas, otras peregrinas y otras hasta visionarias y adelantadas a los periódicos de entonces, a qué negarlo) casi todas relacionadas con el ecoturismo y el turismo rural: guías interactivas de la provincia, variedad de soportes formatos y la posibilidad de narrar paseos y viajes y entrevistar a gente. Hablaba mucho de vídeos como complemento a los reportajes escritos en una tendencia que unos años después se ha ido imponiendo en la prensa en papel. Lo cierto es que aquellos doce folios de letra pequeñita llenos de verborrea y de ideas lanzadas como disparos de videojuego debían cansar al director más paciente. Entre todas las ideas metí algunas muy poco desarrolladas, casi de relleno, al final de los folios. Una de ellas era la sección Rutas Urbanas de la que sólo se decía “contar la ciudad como si uno fuese un extranjero. En fin…”. Por eso la tarde en que Frías me llamó y me dijo telegráficamente que me incorporaba en una semana y que hiciera las Rutas Urbanas, tardé tiempo en saber de qué me estaba hablando. Simplemente, no había pensado que me fuese a ocupar de otra cosa que no estuviese relacionada con el turismo rural o el senderismo. Así que le dije –muy emocionado- que “por supuesto” y me fui a consultar inmediatamente la copia de los folios que le había mandado para saber qué cojones le había escrito a El Viejo. Mis propias palabras no me iluminaban mucho así que decidí irme andando –yo vivía entonces en el Limonar- hasta el centro de Málaga, lugar de mi infancia, y ver qué se me ocurría. Entonces era tan inconsciente que creía que todo lo que se me ocurría podía hacerse y tenía interés. Bendita inconsciencia. Y me puse a pasear por mi infancia con unos ojos diferentes a los que usaba como periodista y que recuperaban algo de lo que alguna vez tuve como aprendiz de poeta.

En aquellos días me gustaba mucho una película de Percy Aldon que se llamaba Bagdad-Café. Contaba la historia de amistad de dos mujeres de culturas, edades, razas e idiomas distintos alrededor de una cafetería de ésas de carreteras norteamericanas en medio del desierto donde el café es gratis. De su banda sonora destacaba una canción que se hizo muy popular, cantada por Jevetta Steele, Calling you. Pues con esa canción en los oídos aún sin politonar y el café en el espíritu nació con dolor y mucha duda el primer texto de la serie, Málaga-Café, donde pasaba revista a algunos cafés legendarios del centro de Málaga, Madrid, Central, Cosmopolita, Doña Mariquita… Me gustaba hablar de una ciudad como escenario diferente al de las noticias, donde pasan cosas que no salen en los periódicos y uno puede dejarse llevar por su estado de ánimo y por lo que se va encontrando. Como siempre, las cosas más placenteras e importantes de nuestra existencia deben mucho a azares y necesidades de las que no tenemos conciencia suficiente. Sólo entendí que debía dejarme llevar. Pasear, mirar, dejar apriorismos a un lado y contar. Hacer derivas. Flanear a gusto.

Lo cierto es que, unos más afortunados que otros, los textos fueron convirtiéndose en una peculiar bitácora de mis idas y venidas cotidianas, de mis obsesiones de siempre y de las nuevas que se iban acumulando. Nombres de amigos y conocidos por mis aficiones artístico-literarias y mi profesión de periodista poblaron aquellos textos. Referencias de canciones, películas, poemas, libros se unían a voces transcritas que escuchaba en la calle. Voces y acentos de ciudadanos. Yo necesitaba fijar aquello. Llevar ese sonido al papel. Así me fui haciendo menos poeta y más periodista para acabar no siendo ninguna de las dos cosas. Too old for the rock and roll, too young to die. Recuerdo que la trascripción sonora de las palabras y los acentos me llevó a algún debate con mi redactor jefe, el excelente Pepe Castro, sobre si aquella manera de recoger el acento con tantos modismos intentando reflejar el habla y el espíritu de lo que escuchaba podía interpretarse de manera ofensiva. Para mí era justo lo contrario. No pretendía ser costumbrista porque yo no me arrogaba en filólogo normativo. Siempre me ha interesado que el texto suene, que tenga música. Y la música del habla de las calles era mucho más real que mi elaboración más o menos literaria. Yo quería que las clepsidras se juntaran con los merdellones, a ver qué salía. Quizá como homenaje al gran Juan Cepas, el escritor y dueño de Librería Ibérica que me enseñó de muy crío que las palabras mal pronunciadas de mi tierra tenían categoría, así, mal dichas, para poderse incluir en un diccionario, su Vocabulario Popular malagueño. Y es que siempre me ha parecido más auténtico, real y verosímil un joío porculo que un jodido por el culo. Al cabo, los periodistas siempre estamos manipulando las declaraciones para que parezcan dichas por un académico. De hecho, la mayoría de los personajes públicos acaban todos hablando como dicen los periódicos que hablan. Es decir, no diciendo nada que sea inteligible, personal u honesto, por consiguiente.

En el periodismo bueno hay que demostrar las cosas que se dicen. Yo no demuestro nada con estos textos. Los expongo ante quien quiera leerlos como la ciudad se expuso ante mí sin engañarme. Al cabo, también un libro es efímero. Y también debería ser víctima o simple campo de juego del mismo olvido que hace que esta ciudad sea otra cada día. Es ley de vida y muerte. Que la metáfora siga el mismo destino que el olvido o el amor al que evoca sería un digno final.

Y ahora que los sentidos me van abandonando muy poco a poco pienso que he hecho bien en dejar de ser periodista. Como hice bien en serlo en su día. La ciudad que conocí, sus dulces o terribles olores y sonidos se han ido apagando a la vez que mis oídos han comenzado su lento declive en la captura de hercios y megahercios y mientras mis ojos comienzan a cansarse de las cosas que han visto. Entiendan esto como una colección de fotografías. Mírenlas, si les apetece, como tales. Y luego, si es posible, salgan a derivar: sientan lo que les rodea sin plan prefijado dándose cuenta de que algún día su casa desaparecerá. La Acera de la Marina dejará de existir. El puerto será una piscina pública, la Concepción no tendrá árboles y hasta el Cenachero habrá dejado su destino de estatua o superhéroe. Seguro que, por un instante, la ciudad le parecerá más humana, más cercana, menos rara. Más frágil y eterna que nunca. Entonces, aunque sólo sea por eso, perdónele la vida a este ejemplar, y a aquel adulto apasionado. Que mira que está feo tirar los libros a la basura, chavó.

Héctor Márquez. Verano de 2005.
(primer texto introductorio del libro Rutas y Atajos. Publicado en la colección Monosabio. Ayuntamiento de Málaga. 2005)

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