martes, 12 de febrero de 2008

La ecuación del apocalipsis


La venganza de la Tierra. James Lovelock. T. de Mar García Puig. Planeta. 250 pgs.

El calentamiento global de la Tierra y sus consecuencias son inevitables. Sólo queda evitar que la extinción de la Humanidad sea un hecho.

Lovelock, James Lovelock, es un hombre sabio, vitalista e inglés. Un hombre que conoce hasta donde le llegan sus capacidades y ama con cada parte de su ser a la Tierra. Tanto que le puso, como hacen los amantes en intimidad, un nombre a su amada: Gaia. Bueno, no se lo puso él sino su viejo amigo nobel de las palabras y señor de las moscas, William Golding. ¿Qué mejor manera de llamar a la Tierra que con el nombre que los griegos la concebían diosa? Porque ¿qué es un dios sino nuestra forma poética de ofrecer tributo a lo que amamos o tememos? Casado con sus dotes de observación, su inventiva trasversal pletórica de eurekas y su inteligencia Lovelock está acostumbrado a liarla por decir lo que ve. Este médico planetario como el gusta llamarse, viene a darnos la mala noticia: mi amada, la que nos ama a todos, tu madre y amante, está muy enferma y eso ya no se puede cambiar. Pero es que si ella se muere, nos morimos todos, como en el amor sucede, porque ella y nosotros no somos más que partes de la misma cosa.
Ésta, llena de datos y metáforas para que los neófitos comprendamos, es la razón poética de La venganza de la Tierra, último libro del gran geofisiólogo británico e inventor de simples pero influyentísimos inventos, como el detector de captura de electrones: un aparatito muy sencillo que ha servido para captar en cualquier lugar del planeta los rastros de pesticidas: los agujeros en la capa de ozono, los aerosoles con CFC´s y demás conceptos ecologistas le deben a Lovelock su ingenio. Lovelock comenzó a cabrear a la comunidad científica y a los mismos ecologistas a los que dio alas –los científicos no son diferentes al resto de los humanos: suelen mosquearse cuando alguien viene con algo que pone en cuestión su trabajo y estatus; ya le pasó a Galileo, Darwin y tantos otros- hace ya más de 30 años con la teoría de Gaia, según la cual, y por resumir mucho, la tierra es un sistema vivo, múltiple e interconectado que se autorregula siempre para permitir las condiciones de vida. Y si algo dentro de sí lo altera, al igual que nosotros hacemos con la fiebre para acabar con microbios y demás patógenos, pues hace lo imposible para lograr que esas condiciones se mantengan. Y si hay que cortarse un brazo para evitar la gangrena, pues se corta. Pues sucede, y eso no debe resultarle a nadie novedad, que a este escenario en el que vivimos –unos más que otros, naturalmente- se le está calentando –lo estamos calentando los humanos- a unos niveles en los que la vida no es soportable. Y, aunque Gaia tiene un corazón enorme, no puede perdonar ni mirar para otro lado. Y mira que avisa. Y mira que los antiguos hombres se daban cuenta: si la tierra se enfada, tifón o terremoto. Está claro que con rezos no se para un huracán. Pero la civilización ha pasado de la ingenuidad simbólica a la estupidez narcisista.
Estoy hablando de los ecos de un libro que debe leerse y si es posible hacerlo junto a libros anteriores como Las edades de Gaia y Homenaje a Gaia, mejor. Porque encontraremos datos y razonamientos que nos podrán desasosegar, aunque estén expuestos con una serenidad e ironía de maestro zen. Ya es hora que admitamos que no somos el centro del universo. Somos una especie más, impresionante, sí, que según Lovelock somos el sistema nervioso y la mente de Gaia. Pero mientras nos miramos en el espejito con intención de Dorian Gray nos estamos cargando lo que más amamos o deberíamos amar. Las ideas básicas del libro, ya las conocen: todos los poetas y visionarios las han visto muchos veces. Debido al calentamiento global, que ya no tienen marcha atrás, a Humanidad debe enfrentarse a su reducción de la población a un 10% de la actual, a que sólo pueda sobrevivirse en regiones cercanas al Ártico y para que la catástrofe no vaya a más, la única energía utilizable es la nuclear. Está claro: los hombres han olvidado muchas cosas en todo este maravilloso camino de la evolución. Pero no somos los más poderosos. Por más que nos pese, nuestra madre, nuestra amante, debe darnos un castigo ejemplar. La vida está por encima de nosotros. Para eso sirve la muerte. Empeñarse en lo contrario es una chiquillería. La eternidad está más allá de la conciencia.
H.M. (Publicado en la revista Mercurio 2008)

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