La ciudad es un renglón desmoronado, un hueco de color que se enmarca en la retina. Recuerdo Málaga así, antes de perder los ojos, cuando ardía entre imágenes irreales durante el lento y pegajoso sueño de las amanecidas: cuadros de fragmentos memorables, sólo color, sin personajes certificando fechas ni edades. Así la descubrí, antes de aprender lo que sucedía antes y vendrá después, antes de desaprender el tiempo para siempre. Así, instantánea, apareciendo en ventanas por las que saltaba o entraba como desde las viñetas de un tebeo infantil para practicar el suicidio del recuerdo.
Se trataba de saltar por el quicio. De la biblioteca de la memoria puedo aún consultar el primer sueño. Era un sueño petrificado: un único fotograma que mordía los párpados cerrados, un cuadro de eternidad surgido de la nada. Semejante a los de este álbum de Ángel, sueños de ángel caído, de ángel exiliado: un pequeño rectángulo de color entre demasiada luz. Saltar hacia esa viñeta diminuta y detenida era -y es en este álbum- la única manera de escapar de semejante desierto de blancura. Había que saltar por el quicio de color reinventado que el ángel se traía de su memoria para no volverse loco después de tanto paraíso. Y uno soñaba antes de inventarse el cine, como quien regresa de una muerte antigua para emprender el camino de vuelta hacia la siguiente.
Estas imágenes que descubro en el álbum son de la ciudad, una ciudad que creo reconocer, aunque no estoy seguro. Mi ciudad quizá, pero no exactamente. Por sí mismas son casi otra ciudad. Una ciudad a recomponer con imágenes dispersas, un puzzle de paréntesis enardecidos, cuyas piezas no pueden unirse a piezas parecidas, o algo así. Esa torre, una plaza con monolito y plátanos orientales, la torre de una catedral, farallones seculares con cincuenta años, una fuente de ferrería, un deslumbrante incendio miniado sobre el cielo... Parecen señales de una ciudad en la que quisiera vivir el ángel exiliado, en la que los demás deberíamos vivir también, pues dice el ángel que existe y habremos de creerle. Pero en realidad son sólo fragmentos de memoria anónima fijados a un cerebro de alguien que ya ha muerto, o que está ciego, o que, condenado a una existencia fantasmagórica, se nos aparece en sueños: amnésico, cubierto de heridas tras haber caído del edén, el fantasma nos enseña rectángulos de una ciudad sola, una ciudad de color irreal, para que le ayudemos a reconstruir una memoria. Ese espectro conmovedor nos resulta familiar, pues habita en muchos de nosotros. Como le sucedía a la replicante Rachel en Blade Runner, las fotografías del ángel amnésico tienen esa voluntad de reconstruir un espacio y un pasado que tal vez nunca fue o que, siendo, no le perteneció jamás. Pero en cualquier caso a Él le parece necesario enseñarlas, aturdido por la lejana intuición de que tal vez revivan una memoria común de ningún sitio.
Hablaba de esta ciudad, de Málaga. Así creo que se llama. Este es su álbum, el álbum de Ángel. Cuando Ángel sale a la calle, ya con sus recuerdos reinventados, se protege de máquinas para paliar esa borrachera de color, a la que siempre alude el pintor Gabriel Padilla para justificar la embriaguez del paseante. El ángel caído se ayuda de máquinas, es cierto, pero no lo hace sino para matar a la ciudad tridimensional y construir después otra a su medida. Y como Víctor Frankestein, fabrica una ciudad nueva, con imágenes encontradas aquí y allá, y después nos pide que, al mirar los trozos, ensartemos el hilo del vacío y le ayudemos a coser la nueva criatura. E inventa -inventamos- una ciudad por donde recordar que anduvo, aunque no sea cierto. Así lo creo: como el personaje que interpretaba William Hurt en la película Hasta el fin del mundo de Win Wenders, Ángel sale a capturar con su máquina fragmentos de memoria para entregárnoslas cuando alcancemos la ceguera. La reproducción de sus negativos, empastada, llena de infinitesimales puntos de color, parece vibrar como los recuerdos digitalizados que cazaba Hurt para su madre ciega. Desde Puerta Oscura, sobre las almenas de Gibralfaro o en una fuente romántica de un ya olvidado Hospital Noble, Ángel abre las razones del color con las texturas del sueño de un ciego. Quiere que recordemos Málaga así y está en su derecho.
A través de estas pequeñas imágenes que sugieren clima benigno y memoria necesaria, pienso en quienes hacen la ciudad. Alguien hizo las ciudades y alguien las seguirá haciendo. Pero siempre ha sido, es y será otro. ¿Quién hace la ciudad? No lo conoces nunca. Quizá no exista. A veces, despuÉs del desasosiego que el mar provoca, después del delirio de salitre y horizonte, nos comportamos como si la estructura urbana no fuera con nosotros. Como si la ciudad física -la humana, la rehecha- no nos perteneciera. La memoria de no se sabe qué vida antigua nos basta. No sé muy bien si nos reconforta. Lo cierto es que la ciudad de veras vive en otro lugar. En el deseo, quizá. Cuando estamos lejos hablamos de una ciudad que no existe, de un espacio inimaginable: como un mar de mercurio que se devorara a sí mismo. No es la ciudad que llevamos en la desgracia habitual esto que vemos en el álbum. En el vacío cotidiano y físico que apenas cubrimos de abandono y que llamamos Málaga, se sobrevive con el cambio de color de los semáforos y se anochece porque un neón azul así lo manda. Pero Ángel quiere ahora que dejemos de sobrevivir por un instante para recuperar la vista que perdimos. La suya. Este hombre nos está prestando sus ojos y nos entrega pulpas pequeñas de frutas invisibles. Dice que las ha visto, que saboreó su color y su fantasma detenido. Nosotros tambiÉn. En sueños, quiero recordar, en sueños, digo.
Mientras, la ciudad sometida al calendario, las fechas y las edades se va desmoronando. En ella las cornisas se entregan al suicidio. Nosotros la habitamos como quien viola a una niña y a una anciana al mismo tiempo. No es cuestión de recursos, ni de tristeza: más bien de desamor. En casi todos los rincones del día no amamos la ciudad. Como en un sueño rayado, durante los meses sucesivos en duermevela, las imágenes oníricas de la ciudad reinventada surgen apelmazadas para castigarnos el día que adivinamos. Las calles denuncian que la ciudad a la que se refiere el habitante de Málaga es sólo mental: un recuerdo, un deseo. Mantenemos un idilio con lo que apenas existe: certeza de clima y luz, de mar índigo que nos cubra y nos redima, olores rezagados y excesivo color -siempre color en las comisuras de la espera- pero nos queda apenas nada para estas callejuelas, para sus luminosos de caer la tarde, para sus balcones con familiares muertos, para los antiguos bares de batallas pretéritas, para los templos que se hunden en el desprecio o el olvido. Esta ciudad es un sitio en ningún mapa. De poco sirve construir en ella.
Tengo otro recuerdo. Una vez visité el estudio de un hombre que pintaba la ciudad. Calle Granada. A su ventana llegaban palomas pero ese gesto lírico no significa nada. Al menos para mí. Las palomas llegan y se marchan inútilmente, ellas sabrán por qué. Y él me decía: “¿qué no darían en la Fundación Picasso por un vuelo turístico programado de estas palomas?”. Pero como si no se fiase de la fidelidad de las aves, él, el pintor, pintaba palomas en los cristales de sus ventanas por si algún día le faltaban. El pintor se llamaba y aún se llama Rafael y, como todos aquellos que no saben de la fontanería del trazo, sobrevive con demasiado romanticismo de tratado y destino sobre su camisa manchada. Pintaba la ciudad. Últimamente casi todos pintan la ciudad. Nuestros pintores la pintan porque algo se les escapa. Pero no sé si es demasiado tarde o si les queda ya ciudad que llevar al lienzo. La suya era metafísica. Arquitectura abandonada y espacio vacío. Chirico tras un viaje de peyote. Chirico con la luz apagada. Su ciudad estaba vacía y llena de vacío: su ciudad era y es espacio que sucede y duele. Y está vacía. Como están vacías las iglesias en misa de siete las tardes de lunes de septiembre. Acaso un testimonio de abanicos de tercera edad y permanente de peluquería y algún reducto de incienso. Soledad dentro y fuera. La misma soledad que respiran los monolitos o las ruinas ilustres. La soledad desalentadora de esa terrible y santa faz en la Iglesia de Los Mártires. Ciudad de ningún tiempo, de alguna culpa antigua... Aquel pintor expuso su ciudad por un premio que le habían dado antes. Lo he recordado porque, como sucede con ésta de Ángel, aquélla era una ciudad sin testigos. Perfecta para el crimen. Pero eso no es una novedad. Aquí se mata y se muere desde hace mucho tiempo. Pero, al contrario que la de Rafael, la de Ángel no deja espacio para la culpa ni remordimiento: no es la suya una ciudad metafísica, es preonírica. Una ciudad para los ojos de un ciego futuro, de cualquier ciego sin remedio: como las palomas pintadas que Rafael Alvarado pinta y pinta sólo para que no le dejen solo mientras pinta.
Es extraño eso de mirar y ver. Una mañana vi solidificarse a varios coches de caballos vacíos en el parque: se iban haciendo estatuas. Vi cómo las bestias transformaban sus grupas de alquiler en carne desconchada. DespuÉs la ciudad volvió a desesperezarse y el ruido y los automóviles ocuparon sus carriles habituales y el frío y el café me devolvieron de aquel sueño. Fue un instante. Una visión. Pero aún la mantengo. Fueron caballos petrificados y memorables, como los patos de flojel de Justo Navarro: una vez, hace tiempo, los vi en alguna parte. Como estos trozos de ciudad de Ángel que nos invitan al paseo. Los he visto alguna vez en algún lugar. He estado aquí alguna vez: Plaza de la Merced, calle Granada, Palacio de los condes de Villalcázar, Catedral, Palacio de la Aduana, Teatro Romano, Alcazaba, Gibralfaro, Puerta Oscura, Correos Viejo, Ayuntamiento, Coracha, Plaza de Torrijos, Fuente de las Tres Gracias, Farola, Espigón... Conozco esos lugares. Hace tiempo. Alguna vez. Parecen pistas para un ciego. Señales para recuperar la memoria. Fogonazos de color irreal sobre un desierto de blancura, como la imagen que se va perdiendo poco a poco antes de morir para siempre. Una vez tuve un accidente y sucedía así. Creo que él también. Creo que Ángel nos recuerda aquello, adelantándose al momento de la muerte. Lo hace como si dijera “mañana voy a morir y esta ciudad se irá alejando entonces, empequeñeciéndose entre la blancura de la muerte y yo quiero volver con ella”. Y después del fogonazo, pasearemos por sus viñetas, buscando saltar por cualquier ventana. Buscando aquel antiguo incendio que alguien inventó algún día. No sé quién, nunca lo he conocido. Tal vez recuperemos entonces esa ciudad inventada. Málaga, se llama. No sé, creo que ahora nos duele abandonar esa Málaga que ya no existe. Una Málaga sin fechas ni edades que Ángel nos devuelve como quien trae en los bolsillos una fotografía que no recuerda a quién pertenece y se la entrega por azar a su verdadero dueño. Por tanto espacio en blanco hemos paseado en círculos. Hemos vuelto al principio. Esto es una página. Quisiera suicidarme lanzándome desde sus ventanas de color. Decir adiós y que me venciera el sueño. Convertir las palabras en un lugar que imaginé hace tiempo. Ahora lo recuerdo. Mi primer sueño era una imagen detenida que se iba diluyendo poco a poco. Hasta perderse de vista totalmente. Ahora lo recuerdo.
H.M. (Texto para un libro de fotografías digitales sobre Málaga de Ángel Horcajada. Editado en 1994).
Se trataba de saltar por el quicio. De la biblioteca de la memoria puedo aún consultar el primer sueño. Era un sueño petrificado: un único fotograma que mordía los párpados cerrados, un cuadro de eternidad surgido de la nada. Semejante a los de este álbum de Ángel, sueños de ángel caído, de ángel exiliado: un pequeño rectángulo de color entre demasiada luz. Saltar hacia esa viñeta diminuta y detenida era -y es en este álbum- la única manera de escapar de semejante desierto de blancura. Había que saltar por el quicio de color reinventado que el ángel se traía de su memoria para no volverse loco después de tanto paraíso. Y uno soñaba antes de inventarse el cine, como quien regresa de una muerte antigua para emprender el camino de vuelta hacia la siguiente.
Estas imágenes que descubro en el álbum son de la ciudad, una ciudad que creo reconocer, aunque no estoy seguro. Mi ciudad quizá, pero no exactamente. Por sí mismas son casi otra ciudad. Una ciudad a recomponer con imágenes dispersas, un puzzle de paréntesis enardecidos, cuyas piezas no pueden unirse a piezas parecidas, o algo así. Esa torre, una plaza con monolito y plátanos orientales, la torre de una catedral, farallones seculares con cincuenta años, una fuente de ferrería, un deslumbrante incendio miniado sobre el cielo... Parecen señales de una ciudad en la que quisiera vivir el ángel exiliado, en la que los demás deberíamos vivir también, pues dice el ángel que existe y habremos de creerle. Pero en realidad son sólo fragmentos de memoria anónima fijados a un cerebro de alguien que ya ha muerto, o que está ciego, o que, condenado a una existencia fantasmagórica, se nos aparece en sueños: amnésico, cubierto de heridas tras haber caído del edén, el fantasma nos enseña rectángulos de una ciudad sola, una ciudad de color irreal, para que le ayudemos a reconstruir una memoria. Ese espectro conmovedor nos resulta familiar, pues habita en muchos de nosotros. Como le sucedía a la replicante Rachel en Blade Runner, las fotografías del ángel amnésico tienen esa voluntad de reconstruir un espacio y un pasado que tal vez nunca fue o que, siendo, no le perteneció jamás. Pero en cualquier caso a Él le parece necesario enseñarlas, aturdido por la lejana intuición de que tal vez revivan una memoria común de ningún sitio.
Hablaba de esta ciudad, de Málaga. Así creo que se llama. Este es su álbum, el álbum de Ángel. Cuando Ángel sale a la calle, ya con sus recuerdos reinventados, se protege de máquinas para paliar esa borrachera de color, a la que siempre alude el pintor Gabriel Padilla para justificar la embriaguez del paseante. El ángel caído se ayuda de máquinas, es cierto, pero no lo hace sino para matar a la ciudad tridimensional y construir después otra a su medida. Y como Víctor Frankestein, fabrica una ciudad nueva, con imágenes encontradas aquí y allá, y después nos pide que, al mirar los trozos, ensartemos el hilo del vacío y le ayudemos a coser la nueva criatura. E inventa -inventamos- una ciudad por donde recordar que anduvo, aunque no sea cierto. Así lo creo: como el personaje que interpretaba William Hurt en la película Hasta el fin del mundo de Win Wenders, Ángel sale a capturar con su máquina fragmentos de memoria para entregárnoslas cuando alcancemos la ceguera. La reproducción de sus negativos, empastada, llena de infinitesimales puntos de color, parece vibrar como los recuerdos digitalizados que cazaba Hurt para su madre ciega. Desde Puerta Oscura, sobre las almenas de Gibralfaro o en una fuente romántica de un ya olvidado Hospital Noble, Ángel abre las razones del color con las texturas del sueño de un ciego. Quiere que recordemos Málaga así y está en su derecho.
A través de estas pequeñas imágenes que sugieren clima benigno y memoria necesaria, pienso en quienes hacen la ciudad. Alguien hizo las ciudades y alguien las seguirá haciendo. Pero siempre ha sido, es y será otro. ¿Quién hace la ciudad? No lo conoces nunca. Quizá no exista. A veces, despuÉs del desasosiego que el mar provoca, después del delirio de salitre y horizonte, nos comportamos como si la estructura urbana no fuera con nosotros. Como si la ciudad física -la humana, la rehecha- no nos perteneciera. La memoria de no se sabe qué vida antigua nos basta. No sé muy bien si nos reconforta. Lo cierto es que la ciudad de veras vive en otro lugar. En el deseo, quizá. Cuando estamos lejos hablamos de una ciudad que no existe, de un espacio inimaginable: como un mar de mercurio que se devorara a sí mismo. No es la ciudad que llevamos en la desgracia habitual esto que vemos en el álbum. En el vacío cotidiano y físico que apenas cubrimos de abandono y que llamamos Málaga, se sobrevive con el cambio de color de los semáforos y se anochece porque un neón azul así lo manda. Pero Ángel quiere ahora que dejemos de sobrevivir por un instante para recuperar la vista que perdimos. La suya. Este hombre nos está prestando sus ojos y nos entrega pulpas pequeñas de frutas invisibles. Dice que las ha visto, que saboreó su color y su fantasma detenido. Nosotros tambiÉn. En sueños, quiero recordar, en sueños, digo.
Mientras, la ciudad sometida al calendario, las fechas y las edades se va desmoronando. En ella las cornisas se entregan al suicidio. Nosotros la habitamos como quien viola a una niña y a una anciana al mismo tiempo. No es cuestión de recursos, ni de tristeza: más bien de desamor. En casi todos los rincones del día no amamos la ciudad. Como en un sueño rayado, durante los meses sucesivos en duermevela, las imágenes oníricas de la ciudad reinventada surgen apelmazadas para castigarnos el día que adivinamos. Las calles denuncian que la ciudad a la que se refiere el habitante de Málaga es sólo mental: un recuerdo, un deseo. Mantenemos un idilio con lo que apenas existe: certeza de clima y luz, de mar índigo que nos cubra y nos redima, olores rezagados y excesivo color -siempre color en las comisuras de la espera- pero nos queda apenas nada para estas callejuelas, para sus luminosos de caer la tarde, para sus balcones con familiares muertos, para los antiguos bares de batallas pretéritas, para los templos que se hunden en el desprecio o el olvido. Esta ciudad es un sitio en ningún mapa. De poco sirve construir en ella.
Tengo otro recuerdo. Una vez visité el estudio de un hombre que pintaba la ciudad. Calle Granada. A su ventana llegaban palomas pero ese gesto lírico no significa nada. Al menos para mí. Las palomas llegan y se marchan inútilmente, ellas sabrán por qué. Y él me decía: “¿qué no darían en la Fundación Picasso por un vuelo turístico programado de estas palomas?”. Pero como si no se fiase de la fidelidad de las aves, él, el pintor, pintaba palomas en los cristales de sus ventanas por si algún día le faltaban. El pintor se llamaba y aún se llama Rafael y, como todos aquellos que no saben de la fontanería del trazo, sobrevive con demasiado romanticismo de tratado y destino sobre su camisa manchada. Pintaba la ciudad. Últimamente casi todos pintan la ciudad. Nuestros pintores la pintan porque algo se les escapa. Pero no sé si es demasiado tarde o si les queda ya ciudad que llevar al lienzo. La suya era metafísica. Arquitectura abandonada y espacio vacío. Chirico tras un viaje de peyote. Chirico con la luz apagada. Su ciudad estaba vacía y llena de vacío: su ciudad era y es espacio que sucede y duele. Y está vacía. Como están vacías las iglesias en misa de siete las tardes de lunes de septiembre. Acaso un testimonio de abanicos de tercera edad y permanente de peluquería y algún reducto de incienso. Soledad dentro y fuera. La misma soledad que respiran los monolitos o las ruinas ilustres. La soledad desalentadora de esa terrible y santa faz en la Iglesia de Los Mártires. Ciudad de ningún tiempo, de alguna culpa antigua... Aquel pintor expuso su ciudad por un premio que le habían dado antes. Lo he recordado porque, como sucede con ésta de Ángel, aquélla era una ciudad sin testigos. Perfecta para el crimen. Pero eso no es una novedad. Aquí se mata y se muere desde hace mucho tiempo. Pero, al contrario que la de Rafael, la de Ángel no deja espacio para la culpa ni remordimiento: no es la suya una ciudad metafísica, es preonírica. Una ciudad para los ojos de un ciego futuro, de cualquier ciego sin remedio: como las palomas pintadas que Rafael Alvarado pinta y pinta sólo para que no le dejen solo mientras pinta.
Es extraño eso de mirar y ver. Una mañana vi solidificarse a varios coches de caballos vacíos en el parque: se iban haciendo estatuas. Vi cómo las bestias transformaban sus grupas de alquiler en carne desconchada. DespuÉs la ciudad volvió a desesperezarse y el ruido y los automóviles ocuparon sus carriles habituales y el frío y el café me devolvieron de aquel sueño. Fue un instante. Una visión. Pero aún la mantengo. Fueron caballos petrificados y memorables, como los patos de flojel de Justo Navarro: una vez, hace tiempo, los vi en alguna parte. Como estos trozos de ciudad de Ángel que nos invitan al paseo. Los he visto alguna vez en algún lugar. He estado aquí alguna vez: Plaza de la Merced, calle Granada, Palacio de los condes de Villalcázar, Catedral, Palacio de la Aduana, Teatro Romano, Alcazaba, Gibralfaro, Puerta Oscura, Correos Viejo, Ayuntamiento, Coracha, Plaza de Torrijos, Fuente de las Tres Gracias, Farola, Espigón... Conozco esos lugares. Hace tiempo. Alguna vez. Parecen pistas para un ciego. Señales para recuperar la memoria. Fogonazos de color irreal sobre un desierto de blancura, como la imagen que se va perdiendo poco a poco antes de morir para siempre. Una vez tuve un accidente y sucedía así. Creo que él también. Creo que Ángel nos recuerda aquello, adelantándose al momento de la muerte. Lo hace como si dijera “mañana voy a morir y esta ciudad se irá alejando entonces, empequeñeciéndose entre la blancura de la muerte y yo quiero volver con ella”. Y después del fogonazo, pasearemos por sus viñetas, buscando saltar por cualquier ventana. Buscando aquel antiguo incendio que alguien inventó algún día. No sé quién, nunca lo he conocido. Tal vez recuperemos entonces esa ciudad inventada. Málaga, se llama. No sé, creo que ahora nos duele abandonar esa Málaga que ya no existe. Una Málaga sin fechas ni edades que Ángel nos devuelve como quien trae en los bolsillos una fotografía que no recuerda a quién pertenece y se la entrega por azar a su verdadero dueño. Por tanto espacio en blanco hemos paseado en círculos. Hemos vuelto al principio. Esto es una página. Quisiera suicidarme lanzándome desde sus ventanas de color. Decir adiós y que me venciera el sueño. Convertir las palabras en un lugar que imaginé hace tiempo. Ahora lo recuerdo. Mi primer sueño era una imagen detenida que se iba diluyendo poco a poco. Hasta perderse de vista totalmente. Ahora lo recuerdo.
H.M. (Texto para un libro de fotografías digitales sobre Málaga de Ángel Horcajada. Editado en 1994).
No hay comentarios:
Publicar un comentario