martes, 12 de febrero de 2008

Buly: Pop, Bulimia y humanismo



Buly es un pintor pop, ma non tropop. Comer, come. Y me come bien. Ojo: su hambre no es orgánica sino metafísica. Otro ojo: no engulle corpus christi ni especies alevines. Que las deja crecer hasta que se ponen santagorda eclessia. Mi Buly sólo jinca lo que pinta. Lo craso y metagraso. El tercer ojo: si pinta bodegones tendrá buenas razones. Oh, Buly mío, tanto tropo para mera bulimia.

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La sala. Hornacinas. Un fuerte. Mar de fondo. Tacita de Plata. Escupidera de lata. Pun pan chíviri en la Alameda Apodaca. A mí los cuadros, Sabino, que los arrollo.

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(Buly en realidad se llama Aurelio Díaz Trillo. Nació en Huelva hace suficientes eclipses. No sé siquiera si está arrepentido. ¿Se imaginan la firma Aurelio Díaz en una bulimia de éstas? Desvelado el misterio…).
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Ahora nos vamos a poner serios y a decir cuatro cosas que para eso no me pagan. Una. El espíritu pop se especializó en el tratamiento artístico de lo aparentemente banal; defendió la globalización del criterio artístico y el concepto del arte de masas aprovechándose de una realidad: el mercado artístico necesitaba ampliación, nuevos clientes, y al artista le empezaba a pesar que para un Picasso cuatrocientos esmayaos. Dos. En la medida que el arte pop fue creado desde élites -todo lo underground que se quiera en un principio, pero élites culturales al cabo- y no incluyó al arte popular propiamente dicho -pintores domingueros, señoras de taller ocupacional, leonardas del petinpoint o iluminadoras de santoral- inició un camino de perversión tal -menudo camino, Monseñor- que entre tanto guión ya no sé por donde iba. (Tranquilidad. Respira. Bien, Toli, bien. ). Dos todavía. O sea que el arte pop no era popular ni revolucionario: si hay artista diferenciado y tocado por las musas -o las masas- el marxismo es eufemismo. Un poco de pasta basta. Pop.
Pero a diferencia de un pop muy hispano y plumerísimo -y muy necesario, nene, que tanto tiempo de faja prieta y sotana tatuá encienden hasta a Paloma Gómez Borrero- que ha desarrollado desde el kitsch cierta suficiencia intelectual y social cultivando una ironía de choque que fuera capaz de pillar hasta un transgénico desechable de Jesulín y Loreto Valverde, y a diferencia de un pop militante de tiempos del titopaco, el pop buliense tiene una raíz muy noventayochista, muy goyesca, muy negra tras el color que tanto niega la España cerrada de Santiago como se nutre de sus efectos secundarios. (Hay que recordarlo, sobre todo a los niños que nos escuchan: España siempre tiene efectos secundarios).

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¿Buly Pop? Sí. Por edad, por ganas, porque se fue a Londres en los setenta buscando lo que todos buscan y porque nunca lo ha desmentido públicamente. Ahí van datos: los colores planos, el encuadre de los motivos del cuadro, la industrialización y seriación deseada -y lograda- de muchas de sus piezas, las influencias del cómic y el cine y el tratamiento de géneros, temas y motivos que nunca antes habían gozado de respeto en la historia de la pintura. Es, no olvidemos, también diseñador gráfico: parte de su obra se multiplica. No busca la excepcionalidad sino la comunicación.

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¿Bodegones? No hay género más autocomplaciente y peor valorado -para bien o para mal- en la historia de la pintura que el bodegón: un género, que más allá de las modas seudofilosóficas de las épocas -¿importa mucho pintar calaveras en vez de calabazas o perdices si todos sabemos que la vamos a acabar diñando?- servía para que los pintores entablaran luchas técnicas entre sí sin tener que pagar a modelo alguno. Hablaba Ernst Gombrich -uno que sabía mucho de arte- del bodegón como “una reflexión entre apariencia y realidad”. En las Naturalezas asesinadas de Buly se hace un retruécano de la aspiración pictórica de representar la realidad además de presentar personajes solos en realidad irreal. Son la verdad de la máscara. Humanismo pop.
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Bulymia: hambre canina. Buly pinta en esta serie seres que comen. Hombres que tragan en el mismo acto de fundirse con otra materia. La representación es curiosa: el hombre se somete al alimento antes de someterlo. Un halo de misterio -la lona negra, la luz en torno al acto de comer- rodea estos actos íntimos, que supuran una suerte de intención pronográfica. Seres que comen en intimidad -un huevo frito, una sandía, unos espaguetis, unas uvas, un plátano-, seres devoradores, depredadores. No es una pintura de costumbres, no es pintura social: es pintura metafísica. La comida es aquí pura escatología. El momento de la fusión entre entidades orgánicas está rodeado de tenebrura. Hay transustanciación. Hay tomate.
La transustanciación y la fusión -el morphing- es una característica recurrente de la pintura de Buly: seres y figuras que se convierten en otros seres que se comunican físicamente a través del contacto. A veces no se sabe bien cuando comienza un espagueti y cuando una persona. Que somos un tubo voraz con muchas vueltas bien lo sabe este sabio.
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La serie de Naturalezas asesinadas encierra asimismo un matiz ético dentro de la mucha guasa del caballero de Onuba que en juventud marchó a Londres para popearse y pintipararse un poco, como era mester hacer entonces. Digo lo de ético porque si la serie no se llamase como se llama -a Buly, que es muy pintor, no puede desdeñársele el peso que en su creación y vida tiene la palabra, lo literario- podría pasar desapercibida en su exhuberancia formal tan cercana acá al arte popular sudamericano. Pero pasar de hablar de muerta a asesinada lleva implícita una voluntad de acción: un culpable. ¿Pero quién mató a la sandía? En efecto, las mesas barrocas llenas de perdices de Sánchez Cotán nos presentan la muerte ajena al ser humano como algo que sucede sin más, algo que no compete al que contempla. En las versiones genéricas de Buly, se señala al culpable: el hambriento. El que mira, el que come y el que pinta son -somos- de la misma calaña.
El hombre es un depredador absoluto en la pintura de Buly, tan aparentemente amable y colorista, tan henchida de pintura y color. Yo he dormido bajo una piedad de Buly donde un ser masculino lleva en su regazo a una mujer desnuda y muerta. Un raigón de sangre detenida une ambos cuerpos. Hay vampirismo en toda su obra. ¿Quién se come a quién? No está muy claro.
Buly supera el cubismo pero de algún modo recrea sus planteamientos. Él hace esferismo: eso debe verse en sus retratos. Pienso en su autorretrato, donde bajo la apariencia hierática, de sustrato egipcio, del busto, vemos volúmenes redondeados encajarse como en un puzzle para mostrar quizá lo inasible y cambiante de la realidad como para ser discutida desde la pintura. A estas alturas de la historia, felizmente, a los pintores ya se les ha librado de la obligación de competir con la naturaleza. El pintor explica un mundo de ideas y signos desde un sistema de signos. Y punto. Y si conmueve o vende, se pone tan contento.

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En cada espacio lo suyo. Y en esta exposición es justo y necesario apropiarse del artista que decide pintar esto y no lo otro. Si doy demasiadas pistas parecería que todo arte es codificable. Y no es así. En el fondo es una persona como las demás. Miren detrás de estos lienzos y háganse preguntas. Nada es lo que parece.

H. M. Octubre 1998.
(Texto original para un catálogo de una exposición del pintor Buly (Aurelio Díaz) en Cádiz. Sala: Baluarte de la Candelaria).

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