Pepa Caballero es mi vecina. Yo vivo con un enorme mural suyo en mi costado. Pepa ha vivido muchos años en la misma casa cuya medianera pintó con los colores –signos- de los múltiples atardeceres marinos que incluso yo puedo disfrutar desde el balcón de mi casa. Yo conocía la casa donde vivo y donde ella ha vivido muchos años por ese mural suyo. Cuando pasaba por la carreterita de El Palo veía el mural y me gustaba. No sabía que era suyo. Yo no conocía a Pepa personalmente. Sólo sabía quién era. La única mujer miembro del Colectivo Palmo, aquel grupo único de artistas que en los tiempos peores sacaron el arte propio y el ajeno como pudieron para darle vida, palabra y esperanza a una ciudad vacía y amuermada. Cateta hasta decir basta. No sabía, decía, si el mural que guarda mi costado respondía a un dominio sin más de los lenguajes del color. Un buen día tuve que cambiarme de casa. Llegué a donde vivo hoy por casualidad. Mira, la casa del mural de los colores. Miré por el balcón. Estaba atardeciendo. Enfrente mía estaba parte del mural de Pepa. Ella sacó los colores del cielo y los pintó para que guardasen mi costado. Así lo siento yo ahora. Ahora entiendo un poco más en qué consiste su trabajo. Su búsqueda. Su idioma. Su generosidad.
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“Pero mi verdadero descubrimiento ha sido una pintorcita auténticamente novel que, cuando se desprenda del exceso de color local, dará mucho que hablar”.
Esto lo escribía hace unos cuarenta años en el Ideal de Granada, su crítico de pintura Marino Antequera. El motivo era un exposición colectiva de artistas granadinos. La ‘pintorcita auténticamente novel’ tenía 17 años. Era la primera vez que exponía. Se llamaba entonces y se sigue llamando, Pepa Caballero.
A Pepa le hace gracia recordar aquella frase: “una pintorcita auténticamente novel”. Luego, cuando Pepa Caballero encontró a la artista que luchaba por crecer dentro de ella, a Marino Antequera le pareció que desviaba su camino. El prefería a esa niña que pintaba tan bien. Que usaba lenguajes que él entendía mejor, para ser más precisos.
Sí, claro que pintaba bien la niña. Claro que tenía aptitudes. Y ahí que iba su padre a intentar matricularla en Artes y Oficios. Hablamos de Granada. Años 50. Más bien, principiando los sesenta. Pero vamos, antes que eso de artista, que la familia Caballero era muy de pies en la tierra, mejor que la niña hago algo más acorde con su sexo. Estamos en España. En Granada, nada menos. Años 50. Años sesenta comenzando. Así que a corte y confección. Al mundo de los patrones. De ahí saldría ese amor por las líneas y la geometría, vale. Se le daba bien, cómo no. Digo que tanto lo artístico como lo del sentido común. Pero a ella se le iban los ojos y las narices y hasta las piernecillas, que siempre ha sido muy menuda, hacia las clases de dibujo artístico, de modelado, donde olía a la cocina de los que se plantan delante del lienzo y dicen vamos a ver cómo le meto mano a esto, cómo es eso de lograr un color, la pincelada, qué buena mano, qué bien copia del natural y todo eso.
-El olor del óleo me volvía loca. Yo quería ser otra. Hacer otra cosa: quería estar con los artistas.
En fin, que no es que quisiese cambiarse de sexo ni huir a Seattle para hacerse una rockstar. A ver si nos situamos. Jovencita en Granada. Años cincuenta, vamos los sesenta recién salidos del horno. Y todo el mundo sabe más o menos cómo era España entonces. ¿O no? No, lo que quería Pepa era ser artista.
-Me hacía mis cuadros enteros yo misma. Con los sacos de las legumbres del almacén de ultramarinos que tenía mi padre sacaba el lienzo. Y con las maderas de las cajas de comestibles me hacía el bastidor. Y si el saco no me daba suficiente, le cosía con mucho mimo otro trozo.
Y para que no suene a frase de ésas de te lo digo yo y te lo tienes que creer, Pepa va al fondo de su estudio, donde descansan los cuadros como modelos de pasarela esperando su turno, envueltos en el papel de pompas ése que a los niños nos gusta explotar y no es ni papel ni nada porque es totalmente de plástico. Allí va Pepa, digo, y saca un cuadro de una anciana con un perrillo. Enseña una figura de volúmenes escultóricos casi. De manos huesudas, y el perrillo jugándole entre las piernas. Era un personaje real de la Granada de entonces, añade, una especie de vendedora de castañas, como sacada de una figuración de un drama rural de Lorca, que guardaba un aire a aquel realismo social, con leves toques expresionistas que entonces se hacía en algunos lugares. El marco, el lienzo, todo construido por ella, con las maderas y sacos que su padre tiraba en el almacén del ultramarinos La Perla. Cuando alguien siente una forma de expresión desde las tripas, te ayuden más o menos, ésta acaba saliendo de manera inevitable.
-Y unos añitos, muy pocos, después de aquella colectiva que te contaba me llegaron a ofrecer una beca en el Departamento de Arte de la Chicago University. David Rosenthal, se llamaba el director. Pero, yo me debía a mi familia y no lo hice.
-Siempre has sido muy responsable, por lo que veo.
-Siempre. Cuando no fueron mis padres, fueron mis hijos. Luego tuve que quedarme cuidando a mi madre cuando se puso enferma. Pero bueno, no tiene mucho sentido pensar en lo que una podría haber hecho, ¿no? Cuando pude volver a pintar lo cogí con unas ganas.. Y aquí están estos cuadros. A mí me gustan.
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Todo artista va destilando a lo largo de su vida su lenguaje expresivo a fuerza de imitar, buscar, probar, imitarse, encontrarse y acabar descubriéndose. Es probable que en la época en la que vivimos no se le de el valor que merece la serenidad y la experiencia y nos conmueva aún más la pasión del que lucha con sus demonios interiores aún cuando no sepa qué suerte de exorcismos está lanzando. Aún cuando esas expresiones sean meros balbuceos. Pero el caso es que vivimos tiempos donde el deseo de algo se convierte en motivo y justificación, la pasión desenfrenada en argumento y la arrogancia en salvoconducto para un olimpo de feria donde lo único que importa es gritar cada vez más alto.
Es decir, una especie de postrromanticismo mal entendido. El imperio del gesto. El encumbramiento del capricho.
Las pinturas que Pepa Caballero presenta en esta muestra, sus obras últimas, son piezas de maestría en una época en la que nadie quiere aprender nada de nadie para que no se manifieste su ignorancia. Y así vamos muriendo lamentando no haber aprendido a oscuras lo que otros sabían. Pepa ha aprendido sin reservas a oscuras, seguro, pero sobre todo a cara descubierta, delante de la luz, equivocándose en público sin miedo al ridículo, cuál es el idioma en el que sabe decir. Ya no creo que espere que nadie le reconozca maestría. Serenidad. Experiencia. Sabiduría. Ella ya sabe lo suficiente: deja tus signos al alcance de otros, que ya se encargará otros de robarlos en la oscuridad y hacer como si hubiesen necesitado esa misma valentía para llegar a ellos.
Pero al final todo se nota. Llegar a un color no es sólo cuestión de alquimia. Llegar a que el color signifique, no es sólo cuestión de dominar las dosis y los ingredientes. No sólo se trata de entender y asumir los escritos de Kandinsky, que son casi la biblia de Pepa.
Se trata sobre todo de ser honesto. De entender que eso es lo que tú puedes hacer y hacerlo. Pepa hace del color un universo.
Luego está la geometría. El equilibrio. El diálogo de líneas y formas simples con colores planos llenos de otros colores infinitesimales en su barriga. Ahí Pepa demuestra que es una tolerante dominadora del espacio. Sabe bien dónde puede haber armonía. Aún más. Cada vez disfruta más encontrando armonía en los extremos de lo no evidente. Siempre desde su enorme capacidad de elegancia. Siempre desde la evidencia que cualquier manifestación artística, pintura o no, no es más que un código de convenciones e informaciones que se transmiten a lo largo de la Historia. Por eso Pepa ha inventado las elipsis en su discurso. Lo que Pepa no pinta es casi tan poderoso como lo que pinta.
He llegado al final de lo que quería contar. Lo que me arrebata más de las nuevas obras de Pepa. Su sentido musical: la búsqueda del tiempo en sus obras. Ya he dicho que aún asombrándome la maestría que le lleva a lograr significantes con colores, combinaciones de contraste entre ellos y entre las líneas geométricas que separan el color, como en un pentagrama, no es eso lo que logra conmoverme más de sus pinturas. No. Son esos espacios en blanco entre los cuadros-piezas donde el espectador –ella la primera– compone su voz y transita por las pinturas para girar sobre ellas y pasearse. Ahí está ese tiempo del que hablaba en dimensión espiritual y moral de compóngalo usted mismo. Esa invitación a seguir dibujando la línea en el vacío. De construir tú mismo el color en el espacio-pared. De permitirte aprender a oscuras, sin que nadie sea testigo de tu arrogancia o tu ignorancia, o tu vanidad o tu miedo al ridículo. Para alguien que ha detenido tantas veces en su vida su relación con su más grande pasión, con su mejor amante porque había otros y otras que demandaban su atención samaritana, no es difícil enseñar sin parecerlo. No es complicado mantenerse en la sombra. Aunque esta esté llena de luz. De sabiduría de la luz, como es su caso. Como es el caso de una pintorcita auténticamente maestra que no hace participar de su experiencia, alquimia y sabiduría sin juzgarnos.
Qué suerte que no se haya desprendido del color local. Del mismo color que me guarda cada tarde mis ojos y a cada minuto mi costado. Qué mala suerte que los que no se hayan desprendido de la mancha localista seamos los demás, tan apegados a nuestros engaños para no tenernos que mostrar desnudos ante tanta generosidad. Gracias, Pepa, por dejarnos pintar contigo en silencio.
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-¿A ti te gustaban los puzzles de chica, verdad?
Y con sus ojos azulísimos, el cigarrillo en los dedos y el estudio lleno de rojos, amarillos, naranjas, verdes, dorados y azules indefinibles, con la esencia de Fra Angélico convertida en una línea de pan de oro sobre un fondo azul, Pepa se ríe y dice:
-¡Me encantaban!
H. M. Primavera de 2004 (Catálogo de uan exposición de Pepa Caballero en el Castillo de Bezmiliana)
martes, 12 de febrero de 2008
Pepa Caballero
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